domingo, 12 de mayo de 2024

El hombre con fobia a las emociones

 

Isaac del Amor era un estudiante joven de unos veintidós años de edad y de intenciones colmadas de alevosía. La mañana, como siempre, se erguía joven y fútilmente rellenaba los edificios enladrillados en crema por donde quisieran pasar los rayos de su sol. Las tibias penumbras de la madrugada se difuminaban y se diluían en los tintes morados que iba adquiriendo el firmamento antes de teñirse en un suave naranja amarillento. Las farolas hacía tiempo habían apagado sus luces, y la nube azul de la calle iba clareando a medida que la noche daba paso al día. Aquella ciudad de cotidianos pobladores y desconocida reputación se describía como un pasaje, que aunque urbano, no dejaba de formar parte del inmenso y precioso cuadro que tergiversaban los astros. La casa de Isaac del Amor; era una casa de un tamaño bastante estándar, y formaba parte de los amplios bloques de edificios que acompañaban a los dos de sus lados, y así sucesivamente hasta bañar la calle de costas de cemento habitables. Su familia, de reputada tradición vinicultora, había adquirido unas cuevas en una nava de un pueblo oriundo a la capital. Ostentaban el suficiente patrimonio como para no tener que visitar las instalaciones de trabajo familiar más que por gusto. Éstas eran dirigidas por su abuelo; el lince de Jovellanos. Sobrenombre adquirido dada la picardía de este sujeto en juegos de azar (sobre todo el mus). Este lince, era un auténtico tramposo; y sin embargo su fría y pragmática metodología (además de su evidente astucia) le habían llevado a poder amasar una cantidad de dinero considerable, además de afanarse el título de persona non-grata en algunos casinos. Entre otros, los Grandes Casinos de Albacete y Murcia capital. El padre de Isaac, el otro propietario del negocio, le había hablado alguna vez de las costumbres y hábitos de su abuelo. Una persona tan tibia como desproporcionada y menuda. Un auténtico monstruo como Lope. Según le habían contado; nació en una casa de necesidad consumada y tuvo que, desde bien joven, buscarse un empleo para traer un sueldo a casa.

El padre de su abuelo, es decir, su bisabuelo; fue el dueño legítimo del Gran Casino de Murcia y por tanto la familia de Isaac gozaba de una ambrosiaca y abundante fortuna.  Sin embargo y para desgracia de su linaje, el juego no fue ni mucho menos un descubrimiento de su abuelo. Y este hombre, Juan del Amor, volvió un día a su casa tras su noche de ronda como de costumbre. A altas horas de la madrugada despertó a su familia, los reunió en aquel amplio salón, y les informó que había perdido el Casino en una mano de mus. No solo eso, comentó a aquellos perturbados espectadores, también su casa; y habrían de abandonarla de inmediato. Así fue como su bisabuelo abocó a su familia a una vida de miseria material tras haberlo tenido todo ¿Pero no nos sería más complaciente tacharlo de cualquier cosa, si no supiéramos que debido a este hecho se suicidó apuntado el cañón de su viejo rifle en su boca?

Ciertamente, el dolor de su memoria endurecía los corazones de la familia de su padre, y por ello sobre este asunto no conocía sino las retransmisiones del relato por parte de su padre, David del Amor; y muchos de los detalles mas escabrosos e interesantes se escapaban de su conocimiento. Cuentan las malas lenguas que Pablo del Amor, padre de David y abuelo de Isaac, tuvo que trabajar desde muy joven por su familia; y también contaban que era un agarrado embustero. Bien, así era. Pero detengámonos en su trayectoria: Primero comenzó como un limpiabotas y su sueldo no era ni más ni menos que el que alcanzaba la voluntad de los viandantes y sus escasas dotes comerciales. En uno de aquellos días de laboriosa enmienda; le llamó la atención un puesto vecino de aquella calle ancha y ruidosa. Un hombre jugaba con unos vasos y una bola sobre una mesa desplegable; y alrededor suyo se cernían oleadas masivas de personas que se agolpaban para observar el espectáculo a expensas de los que hubieran llegado primero o fuesen mas altos. Al lado de estos tres vasos, una pinza con dos billetes de cincuenta euros y unas manos que palmeaban la mesa efusivamente tratando de conmover y provocar a los espectadores. Cuando terminaba de pronunciar las palabras de su discurso (aunque más ben lo interrumpieron), un dedo acusador señalaba uno de los tres vasos. El feriante echó un vistazo e hizo una mueca de dolor que pudo convencer a todos que temía haber perdido la contienda. Todos callaron y contuvieron el aliento, hasta que levantando el vaso del medio se inclinó hacia atrás abriendo los brazos a horcajadas y emitiendo un irónico ruido de desazón. Se vanagloriaba el artista en su artimaña y desglosaba cómodamente palabras calmas, incitando al jugador a un doble o nada. Mientras balanceaba sus labios, sus brazos surcaban el aire alcanzando rápidamente la pinza y poniendo otros 50 euros de su propio bolsillo. El jugador lo pensó dos veces; aunque finalmente se resolvió a participar y adscribió otro nuevo billete de 50 euros a la suma. El público declamó alabanzas y exaltados se disponían de nuevos en sus sitios improvisados para contemplar el espectáculo del trilero. Como queriendo satisfacer la incontinencia pasional de su audiencia, colocó la bola de color azul oscuro en el centro de la mesa solo para taparlo con un vaso y disponer otros dos a sus lados. Comenzó a mover sus manos como el digno prestidigitador que era;  y lo que en principio aparentaban movimientos sencillos se empezaron a tornar en movimientos que confundían a cualquiera que siguiera la bola. Hubieran podido distinguirse docenas de córneas que apuntando al vaso contrario de otras tantas decenas  de otras tantas docenas; aun habrían estado mirando el vaso equivocado. Cuando culminó con su actuación, se quedó mirando al jugador. Este se rozaba los labios y perilla con los dedos tratando de discernir su decisión final del abundante índice de pensamientos y apabullantes gritos que dictaba aquella muchedumbre que empezaba a colocarse a ambos lados del jugador para conocer el resultado antes de que el trilero siquiera pudiera expresarlo. Finalmente señaló uno, y el trilero; con un nuevo redoble, levantó el vaso señalado solo para contemplar el escarnio del jugador. Se llevó las manos a la cabeza y empezó a dar pequeñas vueltas en círculos agonizando por su craso error. En cambio, el actor, muy elocuentemente elaboró una despedida digna de un profesional; habiendo guardado los cuatro billetes antes de que nadie lo hubiera advertido. La gente se miraba entre ella, tratando de notar primero que nadie al nuevo candidato para el juego. Otro hombre se animó; y allí entendió Pablo del Amor la gracia de aquel juego. La apuesta no era una proposición del trilero. Uno no tenía más que llegar allí y poner una cifra, y el artista; te la doblaba. Si una vez ganabas o perdías, aceptabas la invariable apuesta del trilero de un doble o nada. La apuesta se volvía a doblar, pudiendo ganar el feriante en una sola jugada unos doscientos euros. Esto a Pablo, no en vano, le pareció una verdadera mina de oro.

Mientras pensaba esto, el trilero continuamente despachaba nuevos jugadores y Pablo, descuidando su obligación; pasó el resto del tiempo que estuvo aquel artista en la calle observando sus movimientos. Los encuadraba para poder traducirlos en gestos y trataba de memorizar cualquier detalle que pudiera ser de gran importancia. Cuando el feriante hubo terminado, recogió la mesa plegable, los dos palos de hierro, la cuerda, la pinza, los vasos y las bolas azules ¿Las bolas azules? Habiendo reparado Pablo en la naturaleza astuta de aquel juego; sintió como se sacudían sus tripas como si un impertinente miedo poseyera su cuerpo. Continuó observando a aquel caballero de no muy alta estatura, que definitivamente abandonaba la calle. Finalmente; desapareció como las almas al alba y Pablo, constreñido en su emoción, marchó de igual forma de vuelta a casa.

La jornada había concluido y sin embargo, sus ganancias eran poco más que paupérrimas. No consiguió reunir ni la mitad de lo necesario para poder ser recibido por su padre en son de paz. Al contrario… Al regresar probablemente le esperaba una buena paliza. Ya que su padre; que ciertamente no predicaba con el ejemplo, se tomaba muy en serio su trabajo pues según le decía el “era una cuestión de estatus”. Él, a diferencia de  Pablo, no trabajaba; sin embargo esto no se debía a alguna clase de dificultad física; ni siquiera su incipiente arrojo por la bebida era la respuesta a porque su padre llevaba desde que murió su madre sin trabajar. Como bien digo, según Juan, el trabajo era cuestión de estatus. Según él, había logrado acumular la suficiente fortuna como para mantener a su familia y dos generaciones de ésta. Que lo hubiera perdido todo ni quita que en un momento dado de su vida lo hubiera conseguido. Por su parte y en su opinión, poco más tenía que aportar más allá de su estómago a la hora de repartir los platos. Y no solo eso, él; impresionante empresario, mandatario del Gran Casino, no tenía inconveniente en “disciplinar” a cualquiera de sus hijos así como lo hizo con la difunta madre de Pablo a la que golpeó hasta matarla. Una de esas situaciones en las que se requería de su disciplina, podría darse si Pablo regresaba con menos dinero que el día anterior. La regla, injusta o no, había de verse cumplida. Pablo se encontraba ante los dos escalones blancos que elevaban la puerta de su casa. Temblando las manos, se apresuró a timbrar cuando se fijó en que la puerta estaba abierta. Siguió andando desde el recibidor al uso, minúsculo; hasta el pasillo. Cuando se giró y descuidadamente observaba los alrededores contempló la ventana que daba al patio de luces de la comunidad vecina. Un dicharachero perro se paseaba por el pequeño espacio como si este fuera completamente suyo. Pablo deslizó la vista atrás, y donde se hubieron dispuesto en su día unos barrotes de hierro para colgar carne seca; colgaba la pálida carne de su padre con los sesos desparramados a sus pies junto a su viejo rifle de caza.

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