Isaac del Amor era un estudiante joven de unos veintidós
años de edad y de intenciones colmadas de alevosía. La mañana, como siempre, se
erguía joven y fútilmente rellenaba los edificios enladrillados en crema por
donde quisieran pasar los rayos de su sol. Las tibias penumbras de la madrugada
se difuminaban y se diluían en los tintes morados que iba adquiriendo el
firmamento antes de teñirse en un suave naranja amarillento. Las farolas hacía
tiempo habían apagado sus luces, y la nube azul de la calle iba clareando a
medida que la noche daba paso al día. Aquella ciudad de cotidianos pobladores y
desconocida reputación se describía como un pasaje, que aunque urbano, no
dejaba de formar parte del inmenso y precioso cuadro que tergiversaban los
astros. La casa de Isaac del Amor; era una casa de un tamaño bastante estándar,
y formaba parte de los amplios bloques de edificios que acompañaban a los dos
de sus lados, y así sucesivamente hasta bañar la calle de costas de cemento
habitables. Su familia, de reputada tradición vinicultora, había adquirido unas
cuevas en una nava de un pueblo oriundo a la capital. Ostentaban el suficiente
patrimonio como para no tener que visitar las instalaciones de trabajo familiar
más que por gusto. Éstas eran dirigidas por su abuelo; el lince de Jovellanos.
Sobrenombre adquirido dada la picardía de este sujeto en juegos de azar (sobre
todo el mus). Este lince, era un auténtico tramposo; y sin embargo su fría y
pragmática metodología (además de su evidente astucia) le habían llevado a poder
amasar una cantidad de dinero considerable, además de afanarse el título de
persona non-grata en algunos casinos. Entre otros, los Grandes Casinos de
Albacete y Murcia capital. El padre de Isaac, el otro propietario del negocio,
le había hablado alguna vez de las costumbres y hábitos de su abuelo. Una
persona tan tibia como desproporcionada y menuda. Un auténtico monstruo como
Lope. Según le habían contado; nació en una casa de necesidad consumada y tuvo
que, desde bien joven, buscarse un empleo para traer un sueldo a casa.
El padre de su abuelo, es decir, su bisabuelo; fue el dueño
legítimo del Gran Casino de Murcia y por tanto la familia de Isaac gozaba de
una ambrosiaca y abundante fortuna. Sin
embargo y para desgracia de su linaje, el juego no fue ni mucho menos un
descubrimiento de su abuelo. Y este hombre, Juan del Amor, volvió un día a su
casa tras su noche de ronda como de costumbre. A altas horas de la madrugada
despertó a su familia, los reunió en aquel amplio salón, y les informó que
había perdido el Casino en una mano de mus. No solo eso, comentó a aquellos
perturbados espectadores, también su casa; y habrían de abandonarla de
inmediato. Así fue como su bisabuelo abocó a su familia a una vida de miseria
material tras haberlo tenido todo ¿Pero no nos sería más complaciente tacharlo
de cualquier cosa, si no supiéramos que debido a este hecho se suicidó apuntado
el cañón de su viejo rifle en su boca?
Ciertamente, el dolor de su memoria endurecía los corazones
de la familia de su padre, y por ello sobre este asunto no conocía sino las
retransmisiones del relato por parte de su padre, David del Amor; y muchos de
los detalles mas escabrosos e interesantes se escapaban de su conocimiento.
Cuentan las malas lenguas que Pablo del Amor, padre de David y abuelo de Isaac,
tuvo que trabajar desde muy joven por su familia; y también contaban que era un
agarrado embustero. Bien, así era. Pero detengámonos en su trayectoria: Primero
comenzó como un limpiabotas y su sueldo no era ni más ni menos que el que alcanzaba
la voluntad de los viandantes y sus escasas dotes comerciales. En uno de
aquellos días de laboriosa enmienda; le llamó la atención un puesto vecino de
aquella calle ancha y ruidosa. Un hombre jugaba con unos vasos y una bola sobre
una mesa desplegable; y alrededor suyo se cernían oleadas masivas de personas
que se agolpaban para observar el espectáculo a expensas de los que hubieran
llegado primero o fuesen mas altos. Al lado de estos tres vasos, una pinza con
dos billetes de cincuenta euros y unas manos que palmeaban la mesa efusivamente
tratando de conmover y provocar a los espectadores. Cuando terminaba de
pronunciar las palabras de su discurso (aunque más ben lo interrumpieron), un
dedo acusador señalaba uno de los tres vasos. El feriante echó un vistazo e
hizo una mueca de dolor que pudo convencer a todos que temía haber perdido la
contienda. Todos callaron y contuvieron el aliento, hasta que levantando el
vaso del medio se inclinó hacia atrás abriendo los brazos a horcajadas y
emitiendo un irónico ruido de desazón. Se vanagloriaba el artista en su
artimaña y desglosaba cómodamente palabras calmas, incitando al jugador a un
doble o nada. Mientras balanceaba sus labios, sus brazos surcaban el aire
alcanzando rápidamente la pinza y poniendo otros 50 euros de su propio
bolsillo. El jugador lo pensó dos veces; aunque finalmente se resolvió a
participar y adscribió otro nuevo billete de 50 euros a la suma. El público
declamó alabanzas y exaltados se disponían de nuevos en sus sitios improvisados
para contemplar el espectáculo del trilero. Como queriendo satisfacer la
incontinencia pasional de su audiencia, colocó la bola de color azul oscuro en
el centro de la mesa solo para taparlo con un vaso y disponer otros dos a sus
lados. Comenzó a mover sus manos como el digno prestidigitador que era; y lo que en principio aparentaban movimientos
sencillos se empezaron a tornar en movimientos que confundían a cualquiera que
siguiera la bola. Hubieran podido distinguirse docenas de córneas que apuntando
al vaso contrario de otras tantas decenas
de otras tantas docenas; aun habrían estado mirando el vaso equivocado.
Cuando culminó con su actuación, se quedó mirando al jugador. Este se rozaba
los labios y perilla con los dedos tratando de discernir su decisión final del
abundante índice de pensamientos y apabullantes gritos que dictaba aquella
muchedumbre que empezaba a colocarse a ambos lados del jugador para conocer el
resultado antes de que el trilero siquiera pudiera expresarlo. Finalmente
señaló uno, y el trilero; con un nuevo redoble, levantó el vaso señalado solo
para contemplar el escarnio del jugador. Se llevó las manos a la cabeza y
empezó a dar pequeñas vueltas en círculos agonizando por su craso error. En
cambio, el actor, muy elocuentemente elaboró una despedida digna de un
profesional; habiendo guardado los cuatro billetes antes de que nadie lo
hubiera advertido. La gente se miraba entre ella, tratando de notar primero que
nadie al nuevo candidato para el juego. Otro hombre se animó; y allí entendió
Pablo del Amor la gracia de aquel juego. La apuesta no era una proposición del
trilero. Uno no tenía más que llegar allí y poner una cifra, y el artista; te
la doblaba. Si una vez ganabas o perdías, aceptabas la invariable apuesta del
trilero de un doble o nada. La apuesta se volvía a doblar, pudiendo ganar el
feriante en una sola jugada unos doscientos euros. Esto a Pablo, no en vano, le
pareció una verdadera mina de oro.
Mientras pensaba esto, el trilero continuamente despachaba
nuevos jugadores y Pablo, descuidando su obligación; pasó el resto del tiempo
que estuvo aquel artista en la calle observando sus movimientos. Los encuadraba
para poder traducirlos en gestos y trataba de memorizar cualquier detalle que
pudiera ser de gran importancia. Cuando el feriante hubo terminado, recogió la
mesa plegable, los dos palos de hierro, la cuerda, la pinza, los vasos y las
bolas azules ¿Las bolas azules? Habiendo reparado Pablo en la naturaleza astuta
de aquel juego; sintió como se sacudían sus tripas como si un impertinente
miedo poseyera su cuerpo. Continuó observando a aquel caballero de no muy alta
estatura, que definitivamente abandonaba la calle. Finalmente; desapareció como
las almas al alba y Pablo, constreñido en su emoción, marchó de igual forma de
vuelta a casa.
La jornada había concluido y sin embargo, sus ganancias eran
poco más que paupérrimas. No consiguió reunir ni la mitad de lo necesario para
poder ser recibido por su padre en son de paz. Al contrario… Al regresar
probablemente le esperaba una buena paliza. Ya que su padre; que ciertamente no
predicaba con el ejemplo, se tomaba muy en serio su trabajo pues según le decía
el “era una cuestión de estatus”. Él, a diferencia de Pablo, no trabajaba; sin embargo esto no se debía
a alguna clase de dificultad física; ni siquiera su incipiente arrojo por la
bebida era la respuesta a porque su padre llevaba desde que murió su madre sin
trabajar. Como bien digo, según Juan, el trabajo era cuestión de estatus. Según
él, había logrado acumular la suficiente fortuna como para mantener a su
familia y dos generaciones de ésta. Que lo hubiera perdido todo ni quita que en
un momento dado de su vida lo hubiera conseguido. Por su parte y en su opinión,
poco más tenía que aportar más allá de su estómago a la hora de repartir los platos.
Y no solo eso, él; impresionante empresario, mandatario del Gran Casino, no
tenía inconveniente en “disciplinar” a cualquiera de sus hijos así como lo hizo
con la difunta madre de Pablo a la que golpeó hasta matarla. Una de esas
situaciones en las que se requería de su disciplina, podría darse si Pablo
regresaba con menos dinero que el día anterior. La regla, injusta o no, había
de verse cumplida. Pablo se encontraba ante los dos escalones blancos que
elevaban la puerta de su casa. Temblando las manos, se apresuró a timbrar
cuando se fijó en que la puerta estaba abierta. Siguió andando desde el
recibidor al uso, minúsculo; hasta el pasillo. Cuando se giró y descuidadamente
observaba los alrededores contempló la ventana que daba al patio de luces de la
comunidad vecina. Un dicharachero perro se paseaba por el pequeño espacio como
si este fuera completamente suyo. Pablo deslizó la vista atrás, y donde se
hubieron dispuesto en su día unos barrotes de hierro para colgar carne seca;
colgaba la pálida carne de su padre con los sesos desparramados a sus pies
junto a su viejo rifle de caza.
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