domingo, 12 de mayo de 2024

El domador

 

Francisco era un hombre de cuarenta y dos años que trabajaba en el circo desde que era joven. Nació en una comarca boscosa de Galicia, en una reserva, en una enjuta y destartalada cabaña. Aquel lugar del cual procedía; la llamo comarca por darle algún nombre, estaba habitada por pastores en invierno. Se vaciaba en verano, porque aquellos pastores se deleitaban en las noches frescas durmiendo a la intemperie bajo el cielo estrellado, y las pobres estructuras de los refugios apenas soportaban la lluvia sobre sus rechinantes cimientos. La única familia de Francisco era un señor anciano de grises cataratas y de cristalinas caderas. Llevaba a cabo su rutinario camino tan afianzado en sus pies que aun carente de sentidos, embotados por la enfermedad, acostumbraba a recorrer sin problemas. Un día de invierno, Francisco dormía cuando la nieve de la techumbre lloró sobre su rostro. Del frío, pegó un salto y abandonó el camastro con presteza. La oscuridad hendía la estancia y solo un débil candil resplandecía haciendo brillar el farol en el que se guarnecía. Francisco lo mira y se sumerge en su microscópica calidez.

Súbitamente, un aullido continuado por un carrasposo grito como arrancado del alma retumban y con el pijama de lana y esparto todavía puesto, Francisco alcanza la puerta. Inmediatamente dirige su visión hacia el viejo pozo; en el recorrido de su mirada hacia éste: se diluyen unas formas emboinadas que asoman de las pertrechas edificaciones que sin embargo le son de minimísima importancia en comparación a la escena que se interpreta frente a él.

Un gran lobo negro de tamaño ampliamente anormal en comparación al resto de cánidos de la foresta, adornaba con el cuello del abuelo de Francisco entre sus mandíbulas, mientras con nerviosismo rasgaba sus hombros y espalda. Mientras, como una vaca herida, aquel señor mugía de dolor dando a entender como sus pulmones se quedaban sin fuelle. Esto era evidente en sus débiles brazos, que con la derecha empujaban en orden superior ascendente las fauces del lobo (aun sin el saberlo, acelerando su asfixia) y con la izquierda golpeaba repetidamente con el cubo del pozo la cabeza del animal.

-¡Que viene el lobo!- Gritó uno de los pastores alojados. Y Francisco, inmóvil en la puerta, solo consiguió reaccionar cuando el disparo del rifle de uno de los pastores atravesaba como un rayo el atronador barullo entre los gruñidos del lobo y los lamentos de su abuelo. -¡Fuera de aquí cabrón!- Gritó uno de los pastores- ¡Venga coge el rifle!- Propinó otro disparo, y esta vez un aullido de dolor les devolvió la bestia; que alcanzada, soltó la pieza para quejarse. Con unos terroríficos ojos amarillo miel recorrió el espacio donde se disponían Francisco y el pastor que apuraba el siguiente disparo con la premura de un profesional. El pelaje del hocico, tan negro entre la blancura; acertaba una roja tonalidad salpicada que se mostraba especialmente llamativa en los colmillos e incisivos de la bestia; que continuaba emitiendo rugidos desde su infernal cavidad entreabierta. -¡Venga chico, coge al abuelo!- Francisco miró al gigantesco lobo que bañaba sus largas y anchas patas en un bermellón charco de sangre. Un tercer estruendo relampagueó y el lobo espiró un nuevo quejido; este de aturullante dolor. El difonismo, quizá por su taponada boca que cercaba el cráneo del anciano como un cepo, dio a entender a los pastores que el debilitado animal estaba a punto de rendirse y caer desplomado. -¡Diablos!- El pastor que había entrado como una exhalación a por su rifle patinó unos segundos en el hielo del umbral y cayendo prácticamente en escorzo, se apoyó sobre la culata del rifle a su vez que el hostigante pastor redirigía su mirada hacia él. El lobo no perdió un instante y con renovadas fuerzas arrancó a correr hacia la arboleda con el anciano arrastrando en su boca. -¡La madre que me parió!- El pastor se llevó las manos a la cabeza mientras sujetaba el fusil con el cañón apuntando hacia el cielo, pero no obstante tras unos segundos se lanzó en persecución de lo bestia  siguiendo el reguero de sangre que ésta iba pintando en la nieve. El segundo pastor tardó en seguir a su compañero lo que incorporarse, y Francisco, con las manos vacías corrió tras ellos. La nieve se extendía entre los nudosos troncos marrones como un mar de nubes.  Francisco trataba de mantenerse orientado y de seguir la pista de los perseguidores, aunque no tardó en dirigir su atención completa a la chaqueta de pana que se perdía en la lontananza perdiendo así la noción de donde se encontraba. Sus adrenalizadas piernas luchaban por no perder el ritmo. Otro disparo espantó a los pájaros que marchaban graznando despavoridos en sentido opuesto a Francisco. Distraído tropezó y cayó de bruces. Aún se tropezó una vez más hasta lograr reanudar la carrera; aunque para aquel entonces los pastores se habían perdido en la nivia espesura. Miraba a todos lados, desorientado y jadeante; sin embargo no vislumbraba atisbo alguno del sendero de regreso, o de por donde podrían haber ido los pastores.

El cielo amoratado se entintaba de un naranja de forma progresiva, atenazado por los rayos del sol naciente; éste aportaba una nimia luminosidad al bosque tenebroso. Un portentoso aullido quiebra la inmanente calma y un nuevo disparo le sigue casi al segundo. Calma de nuevo; y otro disparo. Silencio.

Dubitativo, Francisco sigue el rastro del ruido residual perpetuado en el eco de los troncos. Y aunque comienza decidido y galopante; paulatinamente cede el paso ante los escasos árboles. Éstos poco a poco dejan ver un claro. El claro concluía en un socavón natural que dispondría las paredes barrancosas que lo rodeaban de montañas, y a sí mismo de valle. Habiéndose aproximado al límite, hizo uso de unos zarzales y apoyándose vislumbró la zona buscando a su abuelo, a los pastores o aquel gran lobo negro.

En el socavón se discernía una cavidad que habría de extenderse en la tierra como una madriguera, y en la entrada, un fusil como el de los pastores sobre un charco de sangre que conducía al interior de la madriguera.

El sobresalto de Francisco fue mayor, y por poco le hace caer en el socavón, cuando con la mirada y los sentidos atentos en el más mínimo ruido o forma; unas manos que cubrieron su boca le interrumpieron. Giró su cabeza solo para encontrarse con los ojos del pastor que había iniciado la persecución. Mandó callar a Francisco, y solo cuando estaba cerciorado de que no emitiría un sonido le soltó: -¡Calla, calla!- Decía susurrando. -¡Estaba persiguiendo al lobo cuando lo vi meterse ahí!- Continuaba mientras me señalaba, agazapados los dos, la obertura. –Cuando me acerqué vi que dentro había un montón, niño.- Francisco escuchaba atento. –Yo lo siento por tu abuelo pero tenemos que irnos de aquí… ¿Y dónde está mi compañero? Escuche un par de disparos y por eso volví aquí.- El joven lo miró y dijo: -Lo perdí, iba muy rápido…- El rostro de aquel pastor se tornó blanco y se quedó mirando la entrada fijamente. –No me jodas...- ¿Qué pasa?- Cuando los vi a todos en tropel me di tal susto que dejé caer el fusil y eché a correr. Y aunque os busque para avisaros, no os encontré.- Calló y después siguió- Si resulta que vio el fusil… Virgen santísima…- Señaló a Francisco la sangre y continuó con voz temblorosa- Esa es la sangre de Venancio…- El hombre ceñía el labio y las cejas en una expresión de indolencia confusa.- Niño, tenemos que subir al pueblo, vámonos de aquí.- Tuvieron que pasar horas porque el albor de la mañana aproximaba y dilucidaba unos principios de sombras. -¿Pero y si está vivo?- Preguntó Francisco. El pastor me miró y reafirmando mi pregunta con su expresión dirigió sus ojos de nuevo al lupanar. -¿Sabes volver al pueblo? No está cerca, pero si sales ahora llegarás al sendero antes de mediodía. –Pero desde aquí no se llegar- Vale… Pues espera aquí y cállate niño- El pastor se arrastró desde el zarzal colocarse en el terraplén encima de la obertura, y con mucho cuidado fue bajando la cabeza hacia la madriguera sujetándose a las raíces y briznas de hierba del borde del socavón. Las piernas del valiente hombre temblaban de una forma obscena en un orden incontrolable, solo salvadas por sus pies enterrados en la nieve. Ya asomaba parte del tren superior, cuando aquella boina que parecía sellada con cemento a la coronilla del pastor cayó súbitamente al suelo blanco del socavón. Francisco lo vio hacer un ademán de disconformidad, ya que el hombre levantó la mirada un instante. Estirando su cuerpo un palmo más, casi alcanzaba la boina con su brazo quasidescuajaringándose cuando de la negrura del orificio un lobo negro se abalanzó sobre su cabeza como un perro haría con una pelota de tenis. El pastor quedó en el suelo a merced de la criatura, que bajo las primeras luces del amanecer se discernía incluso más grande incluso que antes. Como si de un trapo se tratase, zarandeó el cuerpo del pastor que desesperadamente trataba de encontrar un punto de apoyo. En una de estas, golpeó el fusil del suelo, que fue a parar unos metros más cerca del zarzal donde permanecía oculto Francisco. El pastor declamaba dolorosos alaridos y el lobo rugía ferozmente tratando de arrancar la cabeza de su cuerpo.

En un impulso temerario, el joven Francisco saltó al socavón y se apresuró a recoger el fusil. El lobo inmerso en su cacería no reparó en su presencia, y Francisco apuntó a la bestia.

Al no tener idea de cómo usarlo, fue capaz únicamente de efectuar un solo disparo sobre la cabeza del lobo; y aunque con el retroceso se fracturó el hombro; este golpe fue certero.

Cuando el lobo cayó al suelo desplomado, se pudo advertir en él un total de tres disparos y solo uno en la cabeza pudo tumbarlo.

Su tamaño superaba por mucho el de un lobo común; y sus ojos color dorado refulgieron por última vez antes de perderse en el firmamento. -¡Amigo, amigo!- Cuando sacó la cabeza del pastor de las fauces del animal, tuvo que desencajarlo de sus dientes; que habían perforado profundamente su cráneo. Y si bien al principio creía que estaría mal herido, no tardó en darse cuenta de que estaba muerto. Fue entonces cuando tuvo una vista perfecta del interior del lupanar. Una docena de ojos verdes resplandecientes posaban su vista en Francisco ahora mismo. En el suelo de la madriguera yacía el pastor de chaqueta de pana que perseguía junto a su fusil y un cuerpo vestido como el de su abuelo pero carente de cabeza y destripado desde el costado.

La adrenalina lo llevó a intentar saltar al lugar desde el que había caído el pastor; cual fue su sorpresa cuando el hombro le falló y quedó en el suelo de espaldas resentido por el dolor. Un lobo gris de menor tamaño se acercó tranquilamente desde la sombra hasta el cadáver de la bestia y la olisqueó, mirando fijamente a Francisco acto seguido. Francisco atónito le devolvió la mirada, intentado encontrar alguna clase de lenguaje con el que suplicar clemencia. Tan quieto estaba, que se entrecortada respiración se detuvo unos instantes que le parecieron eternos.

El lobo le miró y comenzó a erizarse musitando unos profundos gruñidos. Sin embargo, aunque sea fue su primera percepción, no le miraba a él. Tan gráciles eran estos animales, que Francisco no había reparado en como poco a poco había sido rodeado por tres lobos blancos y grises que sin emitir un sonido le circundaban y acechaban esperando su más mínimo intento de escapar para abalanzarse sobre él. Volvió a mirar al lobo gris que se hallaba junto al cadáver de la bestia, y sin un ápice de duda, lo vio lanzarse contra los tres lobos que le rodeaban. Lanzando poderosas dentelladas arrancó la oreja de uno mientras el segundo se le lanzó al cuello. Pero el tercero parecía querer evitar el conflicto y se escabulló tras Francisco.

Él, quien tan pronto como los lobos se había lanzado al ataque se reincorporó del todo y trataba de subir un terraplén; sintió una poderosa fuerza que trituraba su tobillo, lo rasgaba y lo inmovilizaba. Era uno de esos lobos, que no pretendía dejarle marchar. Con un pie en la boca del can pateaba con el otro la cara del animal salvaje, pero éste estaba decidido a llevarse a Francisco con él. El chico sollozaba y gritaba aterrado mientras golpeaba una y otra las fauces del animal; que iban ganándole terreno sobre su pierna. Con todas sus fuerzas se sujetó con una sola mano de una raíz que sobresalía de la nieve y continuaba forcejeando cuando una fila de dientes blancos, como estalactitas de puntiagudas, montados sobre una base negra atrapó de un bocado el cuello de aquel lobo, haciéndole abrir la boca y liberando a Francisco. Con un respingo, al momento, continuó su ascensión; y aunque se tropezó se levantó con las manos de golpe desde el suelo echando a correr a una velocidad prodigiosa. Sin mirar atrás, escuchó un aullido y una batería de voces guturales le siguieron repitiendo aquel lóbrego sonido. Pero Francisco no se detuvo a pesar de la incipiente curiosidad que le sobresaltaba. Sujetándose el codo, corrió y corrió hasta que horas más tarde encontró el sendero y pudo volver al pueblo. Allí entró a un bar y le contó lo sucedido a la mujer de la barra; que iba abriendo sus ojos hasta que tuvo que empezar a abrir su boca. La mujer comenzó a llorar y fue sabido por Francisco que aquel pastor boinero y valiente era su marido. La mujer, que quedo en su desconsuelo, le sirvió comida y agua y entro a la cocina del bar. Trataba de ocultar sus lamentos, que aún así, seguían siendo perceptibles en el silencio sepulcral del bar. Un hombre que comía en la barra, se acercó a Francisco: -Oye, chico, no he podido evitar escuchar lo que le has dicho a la señora ¿De verdad es eso cierto?- ¿Es que no me ve?- Replicó Francisco. –Discúlpame, porque aunque no serías el primer hombre magullado y harapiento que han visto estos viejos ojos, si serías el primero en sobrevivir a una manada de lobos. –Francisco se hirió de tales palabras y siguió comiendo tratando de dar a entender a aquel hombre su negativa a la conversación. –Es que sencillamente es sorprendente; en serio. Trato de comprender como cualquier persona podría haber evadido lo que narraste, y no se me ocurre… Realmente debes tener algo de especial. -¿A qué te refieres?- El hombre se aclaró la garganta y continuó- Dicen que el lobo es amigo del hombre. Dicen que hay hombres que se manejan mejor con las bestias cuadrúpedas que con las que portan rostros humanos. Aquellos encantadores de serpientes y domadores de orcas son uno entre diez mil ¡Son sumamente particulares! Que no daría yo por hacerme con un empleado de tan singulares atributos para mi circo. Aquel tan especial como para hacer ese trabajo sería recompensado con creces ¡Con creces; te lo digo yo! Viviría mejor que yo, y mira que soy el jefe de pista.- El joven temblaba de la excitación.- ¿Jefe usted? ¿De qué?- Pregunto Francisco malhumorado.- De un circo, señor, evidentemente ¿No puede deducir de mi prosaica y portentosa dialéctica que aquel mi oficio trata de ensalzar enseres mucho más excepcionales que yo? ¡Oh, amigo, realmente debería de venir conmigo y conocer al resto de miembros de la compañía!- ¿Y qué diablos hace en este pueblo perdido de la mano de Dios?- El hombre tragó hasta la última gota de su copa y continuó.- Estoy recorriendo España, bueno; la península en realidad, en calidad de trotamundos. ¡De cazatalentos incluso! ¿No le digo que de todos los oficios el de domador es el más singular? Ardía en deseos de localizar a tan prestigiosa personalidad. Que hayas sobrevivido a unos acontecimientos tan catastróficos como los que explicaste a esa mujer, en mi opinión, no serían sino un indicio de una sorprendente afinidad con los animales salvajes. No es baladí no solo que tu vida haya sido salvada por tan noble animal, sino el hecho de que ninguno de ellos te persiguiera y perdonaran así tu vida. ¿No lo entiendes? No deberías haber salido vivo de ese bosque, y sin embargo ¡Hete aquí! En mi experiencia, este es un indicativo de talento y buena fortuna. Acéptalo o niégalo; pero es indiscutible que hay gente que nace para llevar a cabo unas tareas específicas; designadas para ellos desde el día en que nacieron.- El viejo concluyó su perorata y asomaba su sonrisa burlona mientras miraba a Francisco con aire triunfal. Francisco, evidentemente, había caído en sus redes. -¿De verdad? ¿Tan difícil es?- El jefe se río y prosiguió- ¿Un Hércules que haga del león de Nemea una de las ratas que persiguen al flautista alemán? ¿Un valiente Tyr que ofrezca su mano para encadenar al lobo profético? ¿Tú que crees, hijo, no crees que sería alguien realmente especial?- Fue entonces que mientras un injertado impulso vocacional escalaba la espalda de Francisco; que había desviado la mirada y volvió a mirar al hombre. Este lo observaba fijamente.- Quizá deberías probar; en mi opinión, deberías intentarlo. (30 años después)

Educado por el jefe del circo se vuelve un culto orador engreído convencido de su talento inmanente y natural de domar a las bestias. Un grupo de espectadores por determinar  le odia tanto que planean su asesinato por medio de su león Gabriel; quizá con púas de cactus o alfileres (con algo con lo que Francisco no vaya a darse cuenta) que finalmente devorará a su domador.

Un pomposo espejo rodeado de bombillas amarillas adornaba con la cara enjuta pero entrada en carnes de Francisco. Mientras terminaba de atusarse los pelos del pecho, perdió su mirada en los folículos del bigote; abiertos de par en par para colmar a la parte superior de su labio de un espesor negro pero ordenado. La cara, espolvoreada con marrones tiznes, pretendían datar al gallego de una apariencia exótica a modo de llamamiento; como verificando que allí de donde él procedía su oficio era el más común de todos ¿Cuál era este, preguntáis? La doma de animales salvajes. En específico, grandes felinos; y para terminar de ser exactos, leones. El pequeño camerino de Francisco, completo por la luz del espejo de una tonalidad blanca-amarillenta, contaba con aquel tocador, una cama, un cuarto de baño en condiciones horrísonas, una mini cocina con un fregadero con depósito y unos cuantos platos apilados sin ningún criterio; sin diferenciarse en estos los limpios y los sucios. Un potente sonido sobresaltó a nuestro protagonista que con una mano en el pecho suscitaba su angustia.

Margarita, el elefante, barritaba como de costumbre en su caravana monumental. Y Francisco, ahora más calmado se preguntaba cómo tras años de experiencia en esta compañía aún no se había acostumbrado al sonido del circo. Una risa nerviosa asaltó al joven que ahora más que nunca se apercibía como un hombre hecho y derecho. Su carácter taimado (o así se consideraba el) le impedía bromear sobre el asunto; por cómico que fuese, y sin más vacilación abandonó su meca (cuyo objetivo era demostrarse a sí mismo normalidad, asuntó en el que fracasó estrepitosamente) solo para continuar maquillando la punta de su nariz y pómulos. Cuando hubo concluido, se levantó y de la cama alcanzó a sacar una funda de plástico cerrada, que aún desprendía un cierto olor a tintorería. Abrió la bolsa y de esta sacó unos pantalones chinos negros acampanados con un estampado de estrellas blancas y borde azulado.

Yendo como iba, en ropa interior, se los ajustó hasta la cintura a la altura del ombligo y se miró en el espejo; primero de frente y luego de lado. Su mirar inquisitivo y caprichoso recriminaba al actor sus angostas hechuras; que poco a poco germinaban en grasientas volutas, como si se hubiera dispuesto un flotador de carne dentro de la piel justo encima de las nalgas. Sus ominosos pectorales se iban decantando en orondos pechos que, colmados de pelo, terminaban de darle esa silueta en forma de ese que tan desagradable le resultaba. Sin embargo Francisco no dejaba de ver al apuesto joven que una vez fue. De poderosas espaldas y esculpida figura. Repasaba, mientras se colocaba su chaleco negro con un león naranja, marrón, amarillo y blanco cosido a la espalda; cuales serían los pasos a seguir para recobrar su forma original. Unos centímetros menos en el tórax, una piel más tersa y ajustada a su voluminoso músculo subyacente. Quizá la cerveza y los alimentos ultraprocesados hubieran hecho presa de el. He de decir, que sus cuantiosas cajetillas de cigarrillos semanales no ayudaban mucho. Y ciertamente, llevaba sin ensayar la actuación un par de días.

En otra línea de pensamiento; dirige una nueva mirada a su hombro derecho, que se escabulle en el interior a causa de una lesión del pasado. Se mira a los ojos fijamente a través del espejo durante mucho tiempo, más de lo que podría considerarse ordinario. Aparta la mirada para buscar y extraer un nuevo cigarrillo de una de las cajetillas desparramadas por el tocador, encendiéndoselo con un cipo con la bandera de España. Absorbe el algodón con exuberante fuerza; solo para mirarse fijamente de nuevo acto seguido. Aguantando la bola de humo que colma sus pulmones se deja caer en la silla, y con un gesto de descompresión se relaja mientras sus labios exhalan tizne y colman la estancia.

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