POLÍTICO CORRUPTO
Tenía dieciséis años cuando mi padre fue ajusticiado por
unos gitanos del barrio. Su crimen: vivir en un edificio obrero, de protección
oficial, en el que se había instalado una familia rival. La policía nos dijo
que no pudieron encontrar las armas con las que se había cometido el crimen, y
que al no haber testigos, desgraciadamente no podrían aseverar quien fue el
culpable (y evidentemente, tampoco condenarlo). Solo ahora sé que el jefe del
clan mantenía una estrecha relación con el alcalde de mi ciudad, el comisario
jefe, y en resumen: personas muy poderosas. Sin embargo, aunque hubiera un
sueldo menos en casa, mi madre pudo aprovechar nuestra situación desfavorable
para hacerse con prestaciones sociales que me permitieran continuar con mis
estudios. Mi diligencia y esfuerzo me otorgó la posibilidad de estudiar becado y
titularme con honores en la facultad de derecho más importante de mi localidad
y una de las más importantes del país.
No había pasado desapercibido, y fui invitado a formar parte de un
partido político tradicional. Finalmente obtuve un puesto importante en el
consistorio, y tras años de intrigas fui elegido secretario general. A día de
hoy, los últimos sondeos indican con gran seguridad que me convertiré en el
presidente electo en las próximas elecciones.
Muchos pudieran pensar, que se habrá hecho justicia, pero
no; eso no es justicia. Solo cuando por medio de mis numerosos contactos
consiga recalificar los terrenos de aquel barrio como terrenos inhabitables,
derribe aquella amalgama de edificios cancerígenos de hormigón en el que juegan
sus hijos, felices, y consiga hacer realidad este proyecto de cementerio de
residuos nucleares que ha llegado esta mañana a la mesa de mi despacho; solo
entonces se habrá hecho justicia.
LIMPIADORA POBRE
Llevaba años sin hablar con su marido.
Lloraba frente al sepulto amado, solitaria, acompañada de
unos niños, mientras un sol de oriente proyectaba sus sombras a lo largo de las
jaspeadas losas del cementerio en el que yacía tan querida pareja. Trabajó
Inocencia como limpiadora toda su vida. En casa de sus padres, en una fábrica,
y en casa de su marido por última vez. Siempre dispuesta a dar lo mejor de sí,
era una de esas personas optimistas por naturaleza, y poco apegada al lujo;
afortunadamente, porque nunca tuvo mucho.
El féretro negro de su amante reflejaba unas ásperas manos
pecosas, manchadas de marrón por la vejez, por el tiempo. Llevaba años sin
hablar con su marido, pero tuvo que hacerlo, porque solo con su dinero podría
permitirse enterrar a aquella persona a la que tanto amo, y por el cual lo
había abandonado.
MUJER DE NEGOCIOS
Unas manos de bebé espectral rozaban el dobladillo de sus
pantalones empresariales, de tejido granulado y de corte recto, cuando
terminaba de subir el último escalón que conducía al pasadizo para subir a
aquel avión con destino Canarias. Un escalofrío recorrió su espalda por el aire
acondicionado, pero decidió no darle más importancia de la habitual y se sentó.
Su asiento acomodado de primera clase: reclinable, con pantalla propia individual,
y una carta del servicio del avión era todo en lo que quería pensar en ese
viaje. Había regresado a casa, y de ella se marchaba una vez más. Esta vez
había ido a visitar a su familia. Reunidos en casa de sus padres: su hermana,
sus dos sobrinos, su cuñado, su hermano y su cuñada, con un hijo en camino.
Tres anillos habían recorrido su dedo anular; y tan fácil como entraron,
salieron. Eso no era para ella: Esa comodidad… esa vulgar comodidad, ese
conformismo… ese conformismo estúpido, ese…
El avión interrumpiéndola, comenzó a vibrar, despegaba.
Y una lágrima surcaba sus mejillas.
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