PRÓLOGO
Algo que nunca debió empezar no puede tener un principio
correcto, adecuado. Deambulaba de un lado a otro de la larga habitación de
madera enmoquetada en un rojo carmesí con dorados adornos a sus esquinas, y una
línea continua entre las puntas de las flores de lis que remataban el áureo
estampado. Los pies descalzos del casero transeúnte rebasaban el silencio
atronador de la estancia, como puntuando los pentagramas blancos que dibujaban
los ritmos de los troncos crepitantes que ardían en una chimenea de piedra
grisácea, ennegrecida en su parte posterior y en la comisura del frente del
rectángulo que enmarcaba tan voluminosa construcción. En los escalones blancos
de marfil manchados de hollín, y en el segmento de la chimenea que conducía al
tejado que furtivamente se colaba en la decoración del rústico habitáculo, se
advertía en esta que la piedra, ahora manchada de hollín, huya, humo y ceniza,
antaño ostentaba un pulcro color blanco que conjuntaba con las baldosas
marmoleas escalonadas que conformaban la
parte posterior de la chimenea, y un porcentaje del suelo desde el que se
mantenía.
Cuando reparó en su propia presencia, se encontraba quieto,
con la semblante apática y muy atento en el baile que las llamas procuraban.
Era increíble, un elemento en estado de plasma que había sido el molino, el
viento de la vela del barco de la humanidad, encerrado en su salón, bajo su
control. Bajo su control quiere decir prácticamente bajo su voluntad. El fuego
bajo su voluntad. Era su voluntad el fuego ¿Entonces? ¿O es fuego su voluntad?
Todas estas preguntas se repetían una y otra vez de forma
inconexa en su cabeza mientras observaba como una especie de fuego más amarillo
aún, con un color más intenso y vivaz parecía asomarse desde el fondo de la
flagrante llama que en definitiva era mucho más grande que aquel pequeño trozo
incandescente. Sin embargo, no podía evitar reparar en que aquel pequeño trozo
incandescente, tan brillante, tan esplendoroso, era el auténtico culpable de
aquel inmenso fuego, era la persona que proyectaba, por medio de la madera, su
linterna, una gigantesca sombra ardiente que era capaz de devorar vida y a su
vez, traerla o preservarla a partes iguales. Entonces realmente le pareció un
fuego inextinguible, y maravillado por su contemplativa, metió su mano derecha
convencido de que aquel amable fuego, dador de tiempo, sombra de una ligera
llama intensa amarilla, elemento de su voluntad, no podría causarle ninguna
clase de daño.
Los numerosos retratos, de dueños desconocidos, que colgaban
en la pared del cuarto, contemplaban desdichados la escena. Una cenefa verde
oscuro de tonalidad “hoja de pino” hacia de costa limítrofe entre la pared que
alcanzaba el techo, de madera oscura, marrón pero con matices rojizos, y la
parte posterior, que bajaba al suelo revestida en este verde casi negro pero de
muy apreciada diferencia con este mismo color. Las paredes colmaban de
estanterías, y estas a su vez de desdeñados libros polvorientos. Muchos de
ellos, a raíz del tiempo que llevaban sin abrirse, aguardaban un mínimo
contacto para desprender sus páginas, como árboles perennes que aún no saben
que ha llegado el invierno. Estos, abrazaban sus hojas entre la presión de la
encuadernación ceñida por el escaso espacio que los separaba de sus concubinos,
de los libros que a su derecha e izquierda velaban por dejarle ser libro antes
de que cualquier movimiento fuera llevado a cabo, y el destino de su naturaleza
se viera transformado, así como su propia naturaleza. Era costumbre, si el
libro no se encontraba en un estado de desperfecto exagerado, intentar
restaurar el volumen cuidadosamente. Pero nada más lejos de la realidad,
aquellos libros se pudrían en las lejas como piezas de carne colgadas de los
ganchos de una carnicería hace tiempo clausurada. Y el dueño, quizá a causa de
la multiplicidad del trabajo, diera por sentado el fatal final de aquellos sus
libros, con quienes tanto había querido.
A excepción de esto, un soporte de metal cromado llano con
dos oscilaciones suaves hacia arriba en sus extremos contenía los números que
últimamente consultaba, y que se habían convertido en su único material de
lectura, a modo de ejercicio, podría decirse
a primera vista. Estos títulos ocupaban el tiempo de este extraño sujeto
con un aire enfermizo, muy parecido a la adicción y su continuo malestar
incluso en el placer ansiado. Con remordimiento, no sin él, había decidido
ceñir su ímpetu lector en aquellos tomos. Aquellos los sujetaba en sus manos ,
con expectación y abriendo mucho sus ojos, de hecho a mi parecer, de forma
exageradamente grotesca, como queriendo expulsarlos con la fuerza de los
párpados. Repasaba sus portadas y las acariciaba mientras, con voz trémula,
recitaba los títulos escritos.
Los libros eran
insospechadamente comunes, sin ninguna clase de correlación entre lo que
realmente eran, y la forma de este sujeto de considerarlos. De hecho,
probablemente muchos de ellos resultaban ser de un gusto certeramente horrible
para cualquier lector no instruido en la materia ,y para el instruido también,
e incluso pudiera llegar a ser tomado en forma de broma. Era el caso de “Te
tengo” un libro de autoayuda femenina, destinado a hacer de una chica musitante
y taciturna, adepta al fracaso y abandonada al amor, una autentica mujer
extrovertida y despampanante, capaz de decir cualquier cosa que se le pudiera
pasar por la cabeza, si así ella lo deseaba. Escrito por Siel A. Morgana, una
condecorada escritora de títulos de índole similar, titulada en una prestigiosa
universidad británica en psicología del comportamiento y más tarde doctorada en
sexología, aparte de relaciones públicas, y al parecer, docente en algunas
instituciones y ponente en carismáticos eventos progresistas y formativos. Yo
sinceramente nunca he tenido interés en Siel A. Morgana, y de hecho, si se
presentase la oportunidad, cualquiera podría sin mucho desdén apaciguar sus
ínfulas de superioridad visitando todos y cada uno de los eventos incluidos en
la página de méritos de este autor en internet o contrastando en
hemerotecas. Muchos de ellos son
increíbles retorceduras de sucesos, incluyendo celebraciones en las que se
hacen alusiones meramente nominativas a este autor, y algunas donde ni siquiera
fue invitado, o fue invitado pero no acudió. Luego, su bibliografía es pobre,
pues aunque tenga muchos libros escritos así como “Crecer si…” o “Fe de hierro
en ti”, la mayoría de estos son cortos ensayos casi experimentales, por no
utilizar otro calificativo.
Parándose a pensar, es ridículo, ¿Por qué iba el, además de
por ser un hombre, a leer un título semejante?
Recorría este último pensamiento su cabeza cuando un olor a chamusquina
lo despertó de un ensimismamiento atroz, como sedado y recién despertado,
comprobó que su mano, derretida, empezaba a tornarse del color del carbón, con
unas rayas rojas entre las costras negruzcas que ahora dividían aparentemente
la mano en sectores de mayor o menor forma y silueta. De esta goteaban hilillos
que, sentía, drenaban el interior de su mano. Pero la sangre que supuraba era
instantáneamente absorbida y expirada por el fuego, y el hueso de su meñique
derecho, que asomaba por la falange intermedia se había hecho chamusquina, como
la ceniza de un cigarro sin retirar, como cualquiera de sus libros podridos,
esperando a un leve movimiento para terminar de caerse.
Antes de retirar la mano con un grito entremezclado con un
fuerte sollozo, se dio cuenta de que en todo aquel horrísono e inexplicable
proceso no había dado lugar al dolor, aunque sin embargo, tampoco al recuerdo.
De esto se haría consciente más tarde, pues aún más apremiante era el estado de
su cuerpo, más concretamente, su recientemente carbonizada mano izquierda.
Salió del cuarto de la majestuosa alfombra y los libros que aún son libros pero
que en realidad ya no lo son con considerable prisa, tocando su muñeca con
fuerza intermitentemente a causa del dolor, pues cuando se soltaba la muñeca
dolía casi más que si apretaba sus dedos en aquella masa caduca de cuerpo que
tristemente observaba como se desprendía por culpa del contacto.
De la piel roja y rosada que quedaba debajo de la costra
negra que inevitablemente apartaba producto del pánico y el estrés que sufría,
pues el dolor, inexplicablemente, se mantuvo ausente de esta ecuación, surgía
muy sencillamente, apartando esta piel roja que hacía de envoltorio, una nueva
piel pustulosa, de un amarillo blancuzco y evidentemente infectado, que
supuraba un líquido que debería de provenir de estas mismas pústulas, pero de
una mezcla que se tornaba casi mostaza. Entonces observó que este fenómeno se
prolongaba desde la mitad del antebrazo hasta un poco más arriba del codo, sin
tomar mucha posesión del bíceps. Ahora repugnado por lo que había visto, por lo
que su cuerpo estaba pasando, terminaba de recorrer el pasillo tapizado con una
alfombra azul de adornos oscuros en forma de mosaico, que dibujaban cruces
celtas, trísqueles y otros diversos
símbolos que no habría sabido capaz de nombrar, reinterpretados con motivos
poligonales, y encuadrados con líneas blancas que recorrían el tejido en un
modesto zigzag, culminando con este, su discreto diseño. Las paredes del pasillo se habían hecho de
piedra, que permanece fresca en verano y era en primera instancia la mejor
opción para este apartado domicilio de la serranía, sin embargo fue cuando este
caserón fue restaurado y reacondicionado para ser habitable todo el año que las
paredes de madera fueron entablilladas detrás de un amplio sistema de
calefacción por tuberías que recorría la casa, repartiendo por esta el calor
procedente de la chimenea y la caldera. La casa era tan grande, y estaba tan
mal distribuida que cuando los operarios llegaron el otoño pasado para comenzar
con su trabajo, la examinaron exhaustivamente de arriba abajo, y a riesgo de
ser revocados de la posibilidad de ofrecer sus servicios concluyeron en que una
sola caldera no podría abastecer aquella estructura, o al menos, no proveerla
eficazmente de calor. Tras discutir con aquellos caballeros largo y tendido, se
propuso instalar otra caldera, o una caldera de un tamaño superior cuyo
disparatado precio superaba (y por mucho) el presupuesto que estaba dispuesto a
invertir en este nuevo emplazamiento, aunque si por mi fuera, habría sido mi
opción predilecta sin considerar cualquier otra. El problema de tener dos
calderas en casa, habría sido el mantenimiento, puesto que pese a ser
individuales, habrían debido de ser puestas a punto para trabajar de manera
coordinada, transformando una orden en dos siempre que hubiera sido preciso
disponer de la calefacción o agua caliente, por lo que esta idea fue rápidamente
descartada. Insatisfechos por nuestra clara corta capacidad resolutiva ante
este entuerto, los hombres y yo mirábamos cabizbajo el suelo de piedra de
aquella oscura y fría sala, en la que varios rayos de luz se colaban como haces
desde los agujeros de las ventanas de madera, a la que se le habían dispuesto
barrotes a modo de persiana en dirección inferior y en disposición convexa. La
luz que se colaba resaltaba el incipiente polvo que arraigaba aquel aire añejo
y cerrado que respirábamos tan tranquilos y reflexivo. Entonces, como
iluminado, uno de los hombres me preguntó por la chimenea de la casa. Antaño,
cuando una casa o edificio debía de ser construido con un sistema de
calefacción funcional, los métodos evidentemente eran muy diferentes, mucho más
rudimentarios, aunque en ocasiones no por ello menos eficaces. Me explicó que
probablemente este caserón tuviera un
sistema de calefacción, pero que debido a la antigüedad de las instalaciones y su evidente desuso,
pues esta fue una vivienda de verano durante casi más de 20 años, este sistema
se encontraría en un estado deplorable. Concluyendo un poco desanimado, de
soslayo siguió hablando esta vez con un tono que no salía de lo explicativo,
pero que rozaba la elucubración. Decía que con una caldera mediana, que aunque
no era específicamente mejor que la que actualmente estaba instalada, sí estaba
más actualizada, sería suficiente para llevar a cabo un sistema de calefacción
simultánea. Esta comprendería de; diferentes núcleos: uno de ellos la chimenea,
y el otro, la caldera, y estos con diferentes canales: la chimenea recorrería
su clásico trayecto tras una detenida revisión de los tubos y conductos que
determinaría como de fiables eran esas instalaciones tras el implacable paso
del tiempo, y finalmente serían puestas a punto, mientras que la caldera
desprendería el gas caliente por medio de unos nuevos tubos de plomo que se
dispondrían detrás de unos nuevos y elegantes tablones pintados de un blanco
huevo, cuya función, aunque decorativa, en última instancia sería la de retener
el calor e hincharse unos pocos centímetros, cerrando las grietas que pudieran
quedar entre si y transmitiéndose así el calor entre los tablones de las
paredes, la silicona especial fijante, y finalmente al suelo. Allí, las
enterradas conductividades de la chimenea habrían de calentarse para, una vez
más, calentar los tablones del suelo, transmitiéndose el calor de las tuberías del
centro del pasillo hacia los límites del mismo para volver a las paredes y
finalmente, hacer de este hogar un lugar habitable cuando el grajo arrecia y el
frío es invasor y asesino.
Cuando en mi cabeza dije “asesino”, mire hacia abajo una vez
más y observé el terrorífico trozo de piedra que llevaba sobre los consumidos
huesos de mis manos, aquellas costras
que se hacían cuando la carne era pasada demasiado tiempo por la plancha, ahora
perlaban estos necrosados dedos. Aunque para la necrosis, ciertamente, hacen
falta piel, órganos, carne… En general, algo de lo que ahora mismo no dispongo
en abundancia, por lo menos en esta mano. Menos quedaba aun, cuando abrí el
grifo plateado de la cocina y el agua que este emanaba arrastraba la piel
restante que aún no había logrado apartar inconscientemente, y la sangre, esta vez,
no brotaba. De mi mano de carbón, solo pude salvar sus recuerdos. Con unas
tijeras, y sujetándolas con una súbita delicadeza, poco a poco fui levantando
esas costras negras, examinando el estado de la mano. Aunque sin dolor, las
lágrimas, mientras me observaba en este fatídico estado, solo en mi casa, y sin
saber que me estaba sucediendo, no podían dejar de brotar de mi cara, manchando
ampliamente mi brazo mientras trataba de determinar hasta que punto era manco.
Conteniendo el aliento pese al llanto, y la rabia de la situación,
levantaba, haciendo una pequeña incisión
con la punta de las tijeras en la costra determinada y luego un ligero ademán
de palanca, el sector de piel chamuscada en cuestión. Como levantando la tapa
de una lata, podía ver el interior de mi mano, teñida en un color rojo intenso,
como si la sangre de mi cuerpo se hubiera solidificado y tornado músculo.
Trate de, primero, tocar aquel amasijo con un bastoncillo…
sin embargo, no sentí nada. Entonces, más atrevido por la delicadeza de la
situación, cerré la llave del grifo y mire sobre uno de los armarios cian que
se encontraban empotrados a la altura de mi cabeza , abrí la puerta de el de la
derecha y me sorprendió hallar comida ¿No era este el armario de las medicinas?
Me pareció tan raro equivocarme con la disposición de los armarios de mi propia
cocina, sabiéndome un hombre obsesivo pero ordenado, que no rendí más mención
mental que al suceso de, como ante el sobrecogedor hecho de estar a punto de
perder una mano puede a uno venir semejante templanza como para reparar en una
minucia de tan poca importancia, de tan carente valor. Cerré el armario y abrí
el de la izquierda. Aquí no encontré más que conservas, bolsas de pasta, sobres
de preparados y un tarro lleno de arroz blanco junto a una mermelada de
frambuesa sin abrir. Perplejo me quedé mirando un poco más, como retando a la
propia realidad, preguntándome que me estaba pasando. Finalmente comprendí que
allí no estaba lo que andaba buscando, y atravesando el suelo gris azulado de
la cocina, hecho en baldosas al igual que el cuarto de baño, abandoné la
estancia y alcancé el servicio.
Su rostro reflejado en el espejo-armario del lavabo fue lo
primero que se encontró al entrar en el cuarto. Sus pupilas estaban
desorbitadas en negro, y sus ojos más abiertos que nunca, la ceja derecha
empezaba a echar brotes blancos canosos, y las raíces del pelo cada vez
abarcaban menos terreno de la frente, aunque nadie hubiera dicho que estaba
perdiendo el pelo. Su tez era un perfecto cuadro entre el blanco de su cara, el
amarillo de su sangre pustulosa e infectada, el morado de sus ojos, que
terminaban casi en un negro muy preocupante, el rojo de la sangre de aquellos
trozos de piel que fue arrancando por el camino y finalmente, el negro del
tizón, oscuro como la pizarra. Con un gesto descompuesto, se puso pucheros a
sus ojos marrones reflejados inconscientemente, y bajó la mirada sin querer
observar aquel improvisado esperpento de tonalidades que se posaban en su
rostro, ni su rostro en sí, el cual en diez segundos que le había observado le
había hecho preguntarse si sería su mano quizás, ya no lo que iba a perder,
sino si sería lo único de lo que habría de prescindir, en otras palabras se
preguntó: “¿Voy a morir?”
Mirando fijamente la toalla blanca de cara con adornos
florales rosas, colgada de una barra metálica y ésta sujeta firmemente por un
trozo de plástico de forma semiesférica atornillado, circundado por un borde de
chapa, reparó en que estaba pintada de
lo que pretendería ser oro, pero que por la oxidación y por la naturaleza de
esa pintura, industrial y de baja calidad, había ido saltando poco a poco,
pareciendo ahora estar moteado por puntos marrones irregulares. Cogió la toalla
y la puso debajo de su brazo, en un esfuerzo inútil de no empapar el suelo.
Abrió el espejo-armario y echó una rápida ojeada a su contenido. Con gran
rapidez y sin tiempo para reparar en que más habría dentro, agarró el bote por
el que había venido y con gran premura lo abrió “Alcohol de 90º” pensó “Si con
esto no siento nada…” sin dejar de mirarse la mano ahora que por fin se había
decidido, apretó súbitamente el bote desde la base aplicando una ingente y
exagerada cantidad de alcohol sobre la mano, tratando de provocarse alguna
clase de sensación de dolor, pero nada. Se vació el bote entero pero no sentía
ni un ligero escozor. De la mano, de hecho, ni siquiera salía espuma, el
indicio principal de que alguna clase de elemento extraño está siendo
erradicado.
Sabiendo lo que eso podía significar, y en un desesperado
intento por tratar de recuperar la sensibilidad de su mano, ya perdida, pegó un
pequeño corte sobre la piel roja que había surgido de las costras negras que la
guarnecían. Nada. Ni un simple pellizco. No podía entender nada de esto, no
podía entender nada de lo que le estaba sucediendo. El simplemente se había
levantado de la cama a encender la chimenea, para caldear la casa en una fría
mañana de invierno, y ahora…
Se sentó en la letrina sin levantar la tapa y ahora sí,
estalló y se ahogó en sollozos, lastimándose por su deplorable estado y su mano
maltrecha, pensando en su mala suerte, pero ante todo preguntándose ¿Por qué?
Se quedó allí sentado un buen rato, con las piernas abiertas
a horcajadas y mirando la hipnótica luz blanca led del techo, discernía en ella
líneas y puntos blancos y apreciaba el pequeño dibujo de un sol, como una
sombra chinesca dibujada en su imaginación, pero era un sol que no tenía que
ver con la realidad, no era la estrella “Sol” que reina en uno de los tantos
sistemas solares de la Vía láctea, no, era un sol caricaturizado, como si fuera
el dibujo de un niño, un sol sin límites pero con formas, a decir verdad cuando
lo asoció con un niño trató de esquivar esa idea y quitársela de la cabeza,
pues lo que el contemplaba era demasiado especial como para nombrarlo infantil,
era infantil en el sentido de la naturaleza de su existencia, ya que
sencillamente era una luz sin contorno pero con forma, inocente, porque su
existencia solo tenía un propósito… hacer que Kirk olvidara, hacerlo feliz durante
un instante, durante un momento…
Y durante un momento Kirk de verdad olvidó, ensimismado en
ese sol, en esa luz, de verdad no reparaba en lo que más allá de su antebrazo
no hacía sino reminiscencia de lo que antes tuvo, de lo que antes fue. Perder una
extremidad debe de ser algo duro, siempre había pensado en la gente que conocía
y que sufrían alguna afección relacionada con cualquier aspecto de la
movilidad, o con alguna extremidad en general como valientes, porque
sinceramente, no es tan fácil aceptar que uno es tonto como que es manco,
porque de uno hay pruebas evidentes, y del otro aún puede convencerse a sí
mismo. Puede la maldad superar la estupidez, e incluso muchas veces van de la
mano, sin embargo, no puedes esperar de un minusválido que supere su
minusvalía, que aun siendo igual de certera la realidad de que al igual que A
(A como minusválido) no puede levantar la pierna, B (B como imbécil) tiene la
inteligencia justa como para no cagarse encima, no es igual de evidente, o aun
siendo evidentes, existe el pie a la interpretación. Un hombre sin mano, es un
hombre sin mano, y puede ser tu presidente, pero puede que no tu carpintero. Un
imbécil, es un imbécil, y debería de poder dedicarse únicamente a la
carpintería.
Un hombre sin mano es un hombre sin mano… después de toda esa miscelánea de
pensamientos erráticos que le venían a la mente compulsivamente y que no hacía
sino coger, despedazar, y tirarlos una vez vaciados, se trató de reincorporar
para mirarse nuevamente al espejo. Al tratar de levantarse, notó como su
asentado pesar le provocó cansancio al deshacerse en llanto vivo, furioso y
compungido anteriormente. A decir verdad, estaba a punto de desmayarse, había
perdido una cantidad de sangre bastante considerable para alguien de su complexión,
que era media, de unos 1´78 y 83 kilos, no muy ejercitado, pero en forma para
llevar a cabo las tareas agrícolas y domésticas propias de su trabajo. Kirk era
por así decirlo un “mantenedor de casas”. Cuando vivía en la ciudad, vivía
enfermo, su casa era un piso cochambroso y medio destartalado al que había
entrado a vivir con otros dos hombres que había conocido durmiendo en la calle,
y es que Kirk dejó los estudios con 15 años y desde entonces se dedicó a
repartir periódicos, fue entonces que conoció en una de sus entregas a un
personaje peculiar, que encargaba trabajos especiales a Kirk, en forma de
envíos, recogidas de paquetes, entrega y recogida de sobres y papeleo. Este
destacado sujeto se mantuvo cercano a Kirk durante 5 años de su vida, pagándole
un sobresueldo por en ocasiones abandonar su puesto de trabajo original y
dedicarse esa mañana entera a los pedidos de este hombre. Tras unos determinados
sucesos que no eran precisos recordar, se vio a él, con 21 años en el suelo de
su apartamento, con dos personalidades que fluctúan en su cabeza ahora mismo
como nubes, como pompas de jabón, ligeras, livianas y vacías, consumiendo
heroína por tercera vez ese día, cuando de pronto llamaron a la puerta.
Evidentemente en aquel cochambroso piso, en teoría deshabitado, no habían
muchas visitas que esperar, así que simplemente permaneció en el suelo en
éxtasis absoluto. Los golpecitos se transformaron en golpes, a los golpes les
siguió de repente una profunda y grave voz :“¡Kirk Hamilton!” repetía. Kirk
permanecía tumbado, y ni aun cuando escuchó que aquellos golpes y que esa
profunda voz tenían por objetivo encontrarle, se inmutó.
Uno de los dos compañeros se levantó, había permanecido
mirando a Kirk durante un buen rato, esperando que se levantara o que hiciera
algún gesto. En parte estaba asustado por si Kirk sufría una sobredosis en los
próximos diez minutos en los que aquel hombre de voz profunda permaneciera en
la puerta, porque podría entrar y descubrirlo, y en caso de que muriera por esa
misma sobredosis las cosas se complicarían. Había asumido casi por seguro que
el que fuera que estaba buscando a Kirk debía de ser policía. Según habían
hablado alguna vez, Kirk no tenía familia y sus amigos eran ellos dos, además
de un señor para el que trabajaba de vez en cuando, aunque tampoco es que Kirk
y el fueran extremos confidentes. Podría haberle mentido perfectamente.
Los golpes se incendiaron y el grito se pronunció otra vez
:”¡Kirk Hamilton!¡Sabemos que vives en este tugurio, te habla un agente de
policía!¡No hagas esto más difícil!” Ya no cabía duda, puede que Kirk no fuera
a levantarse pero él debía de actuar si no quería verse envuelto en los
problemas de aquel yonki con el que compartía piso. Con esa imagen de Kirk en
la cabeza abrió la puerta, y ante el aparecieron cuatro agentes de seguridad,
con el traje táctico puesto y en un perfecto cuadrado. Las gafas negras del
agente reflejaban los ojos de aquel hombre flaco y moreno que le había abierto
la puerta, estos se hundían profundamente en unos surcos negros que daban la
sensación de ausencia en sus cuencas, sus labios gruesos y sus negras cejas
prominentes hacían juego con su delgada boca, constreñida por lo que parecían
síntomas de desnutrición y su nariz hundida, como dibujada por dos líneas
rectas que llegaban hasta los extremos de las cejas sin curvarse apenas por el
camino, un pendiente verde y negro decoraba como guinda en el cartílago de la
oreja izquierda, siguiendo hacia abajo el camino de las patillas. Su pelo era
simple, rapado muy apurado por los lados, y tres números menos para la parte de
arriba, el poco pelo que tenía curiosamente, se veía rizado, con el pelo largo
aspiraba a ser un cabello asalvajado. El agente embutido en aquel traje no
podía sino preguntar para parecer medianamente humano, pues el hombre ante el
distaba de ser Kirk Hamilton. Se presentó como Kerchak, y aunque no dio ninguna
clase de identificación o prueba de que ese fuera su auténtico nombre, como si
tal fue tratado. Kerchak les mostró donde yacía dormido el sujeto por el que
preguntaban, y con Kirk todavía extasiado por los efectos de la heroína se lo
llevaron cogido entre los cuatro y con una gran demostración de brío y
coordinación los agentes lo metieron en el camión blindado en el que habían
llegado y se marcharon bajando la carretera mientras Kerchak se fumaba un
cigarro del paquete que Kirk se había dejado en el suelo de la habitación.
No hay comentarios:
Publicar un comentario