CAPÍTULO 2
“El filósofo que se pregunta cuanto o como es de filósofo,
es en realidad científico, pues para mí el filósofo habría de preguntarse ¿Por
qué es filósofo?” Elena era una mujer rubia, de edad avanzada pero que no
estaba reflejada fehacientemente en su piel, dado que se conservaba con gran
efectividad y aparentaba unos cincuenta años a lo sumo si hubiera querido Kirk
examinarla con detenimiento, aunque a primera vista sería tachada de mujer
madura, de unos cuarenta y pocos. De complexión era pobre, con un cuerpo
escuálido pero sorprendentemente bien esculpido, y de estatura más bien baja,
de unos 1´60. Su pelo era rubio con tonalidades blancas, aunque no era debido a
las canas, si no a la increíble claridad de su pelo, de un color amarillo tan
claro que casi se tornaba transparente, aunque una corta pero frondosa melena
hacía de salvaguarda, como una comunión de fascias, entendiendo cada trozo de
la falange como un translúcido mechón dorado, haciendo de su cabello casi un
halo que se extendía completando el centro, y a ambos lados de los hombros, en
forma de velo, con un corte elegante totalmente recto en las puntas. Sus ojos,
azules como el mar, recordaban a los que pudiera haber tenido Inocencio Julián
en su juventud, aunque aquellos ojos eran más profundos, pues su color se
tornaba más semejante al cobalto y su intensidad que al aguamarina claro de los
ojos que creía haber recordado, o más bien construido en su imaginación.
Cuando Kirk se marchó de aquella casa para no volver,
inmediatamente empezó a considerar sus opciones, ya que sin amigos y sin
familiares desgraciadamente era él mismo el único al que podría recurrir. Con
los ahorros de Inocencio Julián, es decir, de lo que había ganado mientras
estuvo trabajando para él, podría permitirse vivir un año completo en algún
pueblo, tratando de encontrar trabajo de la que fue su ocupación durante este
tiempo. O podría marcharse a la ciudad y sobrevivir unos meses, quizá
consiguiendo empleo en alguna fábrica que estimara necesario nuevos
trabajadores, ya fuera debido a algún despido, accidente o dimisión. Sin
embargo Kirk, que se conocía a sí mismo, había convenido en que la ciudad
resultaría para él un ambiente inoportuno, cuanto menos tentador para despertar
aquel demonio que reposaba eternamente en sus entrañas. Sabía que era fuerte,
que era especialmente fuerte, más que mucha gente, y más de lo que había
llegado a ser él jamás. A decir verdad, la muerte de aquel a quién había
llegado a querer como un padre era el único asunto que habría logrado eclipsar
el renovado buen humor de Kirk en los últimos 7 años.
Pero dentro de él Kirk no podía evitar albergar la duda, en
consecuencia a la pregunta que intrigantemente había llegado a su cabeza, como
un invitado inesperado a intempestivas horas de la mañana, se clavaba en su
cerebro como una astilla en el pulgar del labrador de azada vieja. ¿Sería capaz
de no caer? ¿De volver sin más, envuelto en su nuevo perfume, voluntad y traje,
y continuar con su labor de vida? ¿Querría de verdad seguir siendo feliz? Como
si acabara de abrir un libro largo tiempo sellado, y comenzase a leer compulsivamente
cada una de las líneas de sus páginas, empezó a imaginarse rodeado de
problemas. Recordaba aquel anciano, los periódicos, las jeringuillas… como se
llamaba aquel muchacho, Ker… ¿Kerchak? Y el otro era… No, de ese sí que no se
acordaba. ¿Eso quería ser él? ¿Un borrón en la memoria?
Intentando tranquilizarse “Todavía no has fallado” dijo, “En
tu fatalismo absoluto lo haces, una y otra vez, pero no lo has hecho. Mismo
lugar, distintos pensamientos…” Desentrañaba ahora la ciudad un reto real para
él, para su personalidad y futuro. Decidido, decidió marchar a la ciudad más
cercana que pudiera encontrar. En realidad, su plan no consistía en alcanzar el
burgo y asentarse, primero decidió recabar información sobre las zonas
circundantes, apostando por encontrar alguna ciudad con un nivel de calidad de
vida óptimo, aún sin ser tan cara como una gran capital, o simplemente una
ciudad de moda.
Al no tener coche, tuvo que acercarse al pueblo al que
bajaba a comprar, el cual no estaba a más de diez minutos de la casa de verano
de Inocencio. El camino era cuesta arriba para llegar, aunque por suerte cuesta
abajo para volver. Había recorrido aquel boscoso camino cientos de veces, en
ocasiones, cargado hasta los topes de productos de la compra, ropa o incluso electrodomésticos.
Sus gemelos que aun sin ser voluminosos, se erguían fuertes, se tensaban con
fuerza cuando debía ir al pueblo con alguna gran carga, fue el caso de un
frigorífico estropeado el cual el propio ayuntamiento del pueblo descartó
recoger, pues decían que los caminos del pueblo a la casa de verano estaban
totalmente ideados para senderistas, animales y en general su preservación. Es,
de hecho, la ambulancia que se llevó el cuerpo de Inocencio Julián, el único
vehículo que sus ojos han visto por estos lares en los casi 9 años que lleva
viviendo aquí.
Alrededor del camino se alzaban arboles de tronco esbelto y
delgado con largas ramas y moteados diseños. Él no podría haber sabido que su
vida se había resuelto últimamente entre los árboles de un bosque de coníferas,
pero aún sin saber su nombre, apreciaba aquel bosque como si de un viejo amigo
se tratase, de forma respetuosa pero despreocupada. Aunque personalmente, no
había oído muchas historias que hablarán al respecto, en su ideario mental
miles de sucesos de personas desaparecidas en bosques, y halladas
posteriormente con equipos de rescate compuestos por grupos de búsqueda y algún
que otro helicóptero sucedían todos los días, debían de suceder en algún lugar,
pero en todo momento. Imaginaba también que muchos de ellos, tristemente, no
llegarían a ser rescatados a tiempo, y se verían superados por el hambre, la
sed, el clima, o la propia fauna y flora del lugar en el que hubieran dado a
parar. Algunos, podrían recibir entierros dignos, y un funeral apropiado, con
el adiós de sus familiares, las cartas de despedida con el ataúd abierto (o no)
y todo, sin embargo, cuantos habrían que simplemente hubieran desaparecido en
la inmensidad de la naturaleza, en el bosque o la montaña, como un papel mojado en el mar, destinado a
mojarse, partirse y disolverse en las colosales entrañas del olvido, que se
fundieron con el negro, y ahora sin forma ni recuerdo vagan por la tristeza de
su eterna muerte.
Kirk trató de apartar aquellos morbosos pensamientos de su
cabeza, pues no tenía ningún sentido pararse a pensar en probabilidades e
imposibles, pero no podía evitar pensar en el dolor que debe sentir una
familia, pues el que muere, puede que sufriera, pero muerto ha, y realmente si
alguien llorará su desgracia, son los que aquí permanecen. Sin embargo él no
tenía familia, tampoco amigos. Si él se perdiera para siempre y se disolviera
como un papel mojado en el mar ¿Quién lo lloraría? Habría gente seguro…
inexplicablemente, pues para él era un tema más que zanjado el que se propuso
mientras llegaba al pueblo donde cogería un autobús a la ciudad, trato de
justificar que sí, que habría quien lo llorase. Como del rayo, se le vino a la
cabeza el evidente padre que hacía poco había perdido, Inocencio Julián. Pero
para bien o para mal, él ya no podía echar de menos a nadie desde la tumba. Ni
salir a buscarlo. Ni llorarle. Entonces Kirk de verdad reparó en la cruda
realidad, en la imposibilidad de justificar que alguien intentaría hacer algo
por él o que simplemente, lloraría su perdida.
Así, a sus 41 años, airado por su propia lógica y
argumentativa aceleró el paso ahora sí, decidido a abandonar el tema por el
momento. El pueblo era bastante pequeño, de hecho no era un pueblo, era una
aldea. Con tres hileras de 2 casas de granito, pintado blanco con ventanas
rústicas y fachadas coquetas, se erguía este modesto compendio de hogares, y en
el centro de la plaza, una cabina donde cabrían tres personas o el operario que
allí trabajaba, pues esta era grande, con una doble terminación de su cara a
causa de las lonchas que le emanaban del cuello como una hinchazón permanente,
esta empujaba a su barbilla, y probablemente le diera ese aspecto de
delimitación, que rematada con su papada redonda le daba a su cara ese aspecto
de concluir dos veces. Sus mofletes habrían de ser grandes, pues custodiaban
una boca de categoría, abrigada con un suntuoso bigote descuidado, como la
perilla y la barba que, vagamente, crecían inconexas en el rostro del sujeto.
El otro establecimiento era un local de aspecto mediano por fuera pero de gran
amplitud por dentro, como bien especificaba el cartel, este lugar actuaba como
una farmacia y un supermercado a la vez, y de hecho, Kirk entró por curiosidad
y no había ninguna distinción de los productos, de forma que podías encontrar frascos
de jarabe para la tos en el estante siguiente de las patatas fritas y los
cacahuetes. Nunca reparó en lo probablemente inadecuada que sería aquella
disposición, echó una mirada al mostrador buscando a los empleados, y solo vio
a un señor medio calvo, de pelo moreno, brazos cortos y peludos, además de
rechonchos, y un polo rosa, puesto de perfil que o no lo había visto o esperaba
evitar tener que saludar a Kirk.
Kirk entonces salió del puesto, y se acercó a la cabina del
hombre aún más voluminoso. Solo cuando establecieron contacto para poder
comprar el billete a la ciudad, Kirk reparo en que aquella boca de categoría
venía precedida y era la máscara de unas monstruosas mandíbulas, unas
gigantescas fauces que preguntaban a Kirk mientras él, conmocionado no podía
oír nada. Como caído del cielo, Kirk recobró el sentido y se disculpó.
Concluyeron el corto intercambio, y se sentó para esperar al autobús.
Extrañado, comenzó a reiterar una vez más en su memoria el
recuerdo de aquella colosal boca, sus dientes podría haber dicho que los había
memorizado, pero probablemente eran en cierto modo un dibujo a medio hacer
completado por su imaginación. Aun así, podría jurar que los dientes de aquel
hombre se extendían en una segunda hilera en la parte de abajo, al menos. De
sus mojados labios despedía escupitajos tiznados en marrón, quizá aquel hombre
de entre sus hábitos insanos, el que a primera vista pudiera parecer su mayor
problema, sea solo su mayor problema en apariencia. Realmente debía de fumar,
pues sus labios aunque húmedos y babosos, dicharacheros de repartir saliva con
cada una de las palabras que formulasen, estaban custridos concéntricamente, o
al menos creía recordar unos ciertos relieves negros como los de un río seco
que profundamente se hundían en aquel pozo. También su hediento vaho regalaba
nubes de tufo a tabaco negro, o puede que puros. Que más le daba, ahora que lo pensaba, no
volvería a ver a aquel hombre jamás.
Una neblina gris y blanca, imbuida de su esclarecedora tonalidad
de manera aún más destacable sobre un marco negro, se empezaba a abrir paso
ante los ojos de Kirk, poco a poco comenzó a parpadear sin abrir mucho los
ojos, cegado por aquella neblina, y trató de ir adaptándose a aquella extraña
luz que lo cegaba. Cerró con fuerza los ojos, y entonces, tras unos segundos
los fue abriendo lentamente. Un agudo dolor se había consolidado en su brazo,
un dolor certeramente vivaz, tremendo y terrible. No habían pasado ni diez
segundos, y empezó a notar que por alguna razón, sentía un dolor insufrible en
el brazo, como si estuvieran explotando palomitas dentro del cuerpo, y hubieran
inteligentemente abierto su piel para sacarlas después de prepararlas en el
calor que emanaba su brazo, que habría asegurado ardía como el infierno, y
después hubiera dejado el recipiente vació al aire, después de despellejar y
tirar su envoltorio y tapa.
Tardó unos segundos en recobrar el aliento, pero aquel dolor
le había servido sin el saberlo como un despertador. Recuperado de aquella
oleada de dolor, o al menos acostumbrándose a él, se fijó en su mano derecha.
Como un báculo de bronce por partes, se componía por dos opulentas piezas de
forma muy similar pero curiosamente dispares, pues una se extendía ciertamente
a lo ancho, pero más a lo largo, y su sujeción, como si preparada estuviera
para disponerla a ras del suelo, era más cilíndrica y ostentaba un bulto
semicircular que podía adoptar la forma de una bola a voluntad, toda esta
magnífica construcción estaba coronada por un trozo de piel que solo contenía
pelo por la parte de arriba, con una forma de pentágono irregular y estilizada
por líneas que le daban un cierto aspecto espectacular, dando la impresión de
que ciertamente fue diseñada para ser la más elaborada de las piezas de esta
construcción tripartita, a su vez, adornaban unas edificaciones minúsculas con
tres surcos, los suyos en especial eran de proporción casi perfecta, pero no
pudo evitar pensar quizás por esto que así eran todos los dedos, proporcionados
y bien elaborados. Con cierta curiosidad cerro la palma de la mano y la miró
mientras la giraba con detenimiento. Sus dedos entrecerrados esbozando un puño
simulaban cordilleras, y el pelo de sus dedos daba la impresión de querer
aparentar ser la vegetación que encontrarías en la falda de la montaña, y las
calvas de las puntas de la primera falange desde la palma, parecería la punta
donde no crece más que musgo y helecho.
Fascinado por su mano derecha, como si jamás hubiera visto
una mano y estuviera aprendiendo por primera vez las maravillas de la ingeniera
biológica estructural que se encuentra de manera natural en todos y cada uno de
los miembros de su especie, continuó su vistazo apuntando a la izquierda y
levantando su brazo, que continuaba emitiendo un intenso dolor.
Entonces palideció, y todo lo que había pasado comenzó a
entrar de manera agolpada en su mente. Ahora como consciente del dolor de
manera renovada, colmó la estancia, que la estancia, la casa en grito, y
comenzó a mirarse el brazo y sujetárselo con la derecha, agarrando desde el
bíceps y tratando desesperadamente de estirarlo del todo, y pese a la gran
intencionalidad y agobio, imperiosidad y alarma que había tras su orden mental,
llegando a concretarse como un mensaje racional destinado a un segundo oyente,
el brazo no lograba cumplir con su voluntad de manera satisfactoria: “¡Muévete!
¡Por Dios! ¡Muévete, joder, por favor!” Como un juguete desarticulado, emulaba
el gesto de apertura pero al superar los 130º de amplitud, se dolía, y su brazo
como si ciertamente tuviera desconectado el cable que conectaría su cerebro y
su cuerpo para dar el siguiente paso, simplemente no respondía. Pero lo peor de
todo no eran las sulfuras de pus e infección que salían de su antebrazo, ni la
carne rosada entremezclada con ese líquido y consumida, de hecho frita en su
propia grasa, el haber perdido la posibilidad de estirar el brazo… No, lo que
más le preocupaba era su mano.
Al parecer, se había
desmayado mirando al techo, y en el proceso había pasado varias horas en una
postura realmente incomoda, lo notaba en las punzadas de su espalda, pero no
tenía ánimo como para reparar en algo tan trivial, pues su mano carbonizada
había perdido el meñique mientras el yacía, y de hecho, su composición como de
piedra se había consumido por completo, y lo que antes eran láminas de costra
negra que estaban de manera viscosa débilmente unidas a su epidermis, ahora
eran restos de ceniza de un mineral que resultaba solo duro en apariencia, pues
con su mano trato de levantar una de estas costras buscando el rojo bermellón
que ocultaban, y como polvo se deshizo en sus dedos. La carne roja que aún quedaba en su manos, se
había convertido en una especie de masa blanca, amarilla y roja, que carecían
de consistencia sólida y entre sus huesos, ahora expuestos en parte, asemejaban
el agua de una presa, aunque ciertamente de una textura mucho más grumosa.
Sin saber qué hacer, ni a quién buscar, convino en que
habría de llamar a una ambulancia. Sin embargo, sabía que tardaría unos
cuarenta minutos en alcanzar su domicilio, y que entre desmayos y paranoias
había perdido la suficiente sangre y tiempo como para simplemente esperar a ser
recogido y tratado. La toalla que rodeaba su brazo izquierdo había quedado
inservible, pesaba el doble de lo que lo haría limpia, y adornaba con trozos de
piel, sangre, pus y costra por igual. De hecho, al examinar su brazo izquierdo,
cuidadosamente levantando la toalla, había reparado en que al tiempo que
quitaba el tejido del brazo, que había sido enrollado al mismo a presión, iba
arrancando una fina lámina de piel, tan fina como la de una serpiente, que
había quedado pegada a la toalla por la supuración infecciosa. Lentamente la
retiró apoyando sin perder un segundo su brazo de nuevo en su muslo, y quedo
expectante durante unos segundos.
Había que hacer algo con esa mano, y rápido, su antebrazo
era, según quería pensar, tratable. Aunque infectado y despellejado,
prácticamente en carne viva, si se le aplicaban los remedios que los sanitarios
considerasen necesarios, como pomadas o cremas, con piel de cerdo, o de su
propia espalda algún día volvería a sanar y funcionar como de costumbre,
pudiendo hasta estirarse completamente. Recordó que al no poder estirar el
brazo completamente, era muy posible que fuera necesario abrir su brazo en
canal con especial cuidado, de forma quirúrgica y restaurarlo por dentro
uniendo cada una de las fibras de sus músculos y articulaciones, quien sabe
cuánta sangre habría perdido y cuanto se habría quemado. En conclusión, él no
era quién para autodiagnosticarse y tomar una decisión adecuada sobre las
medidas correctas para poder curar su antebrazo y codo. Pero su mano era
diferente.
Él no era médico, pero sabía que lo que fuera que pudiera
quemarse hasta el punto al que se quemó su mano, no volvería a ser lo mismo. Y
en efecto, de esta no sentía nada, de hecho, despertó de su letargo por las
supurosas heridas de su antebrazo, y no sabría decir con precisión en que
momento su meñique se perdió. Los músculos, articulaciones y en general,
cualquier material orgánico menos los huesos se había perdido, quedaban
entresijos de carne pegada o prácticamente convertida en viscosidad, pero nada
rescatable o que pudiera darle esperanzas de que esa mano tenia salvación.
Comenzó a apretarse el índice con la mano derecha, y como si fuera la costra de
una herida del pie raspada por un calcetín, simplemente salió de su encaje. Con
interés en el negro carbón que había arrancado, comenzó a investigarlo, y fue
deshaciendo la piedra consumida hasta que dio con algo más duro y que se negaba
a ceder a los pellizcos que propinaba Kirk al índice quemado. Supuso que sería
uno de sus huesos, y un tanto horrorizado por su experimento lo dejó sobre el
lavabo con cautela, como si más adelante le fuera a hacer falta.
No se atrevió a intentar sacar más dedos durante unos veinte
minutos que permaneció en silencio reflexionando sobre todo esto, intentando
recordar que diantres le hizo chamuscar su mano izquierda como si de una
chuleta de cordero se tratase. Quizá fue por el shock de la situación, o porque
el dolor había amainado, pero una nueva ráfaga de punzadas y quemazones
asistieron el brazo izquierdo de Kirk, quién al momento se encontraba
recorriendo el pasillo de la alfombra azul y alcanzando el salón de la
chimenea, donde estaba el único teléfono en toda la casa.
Entró a la habitación, notando en sus pies descalzos la
cálida moqueta roja, y sujetando su brazo izquierdo con sumo cuidado. Se paró
en seco y miró alrededor, encontrándose casi de manera inconsciente en frente
de la chimenea. Caldeaba estas sus fuegos, habiendo consumido el último tronco
hace varias horas, y haciendo ademanes de extinguirse. Las llamas luchaban por
subir, como si hubieran cuerdas, trataban de subir al techo de la chimenea, y
caían instantáneamente una y otra vez al suelo, repitiendo este proceso a una
velocidad vertiginosa, pero que describiría la percibía como suave, un
espectáculo de increíble velocidad pero que transmitía una inexorable calma.
Serio, Kirk negó irrisoria e imperceptiblemente con la cabeza, y avanzó al
teléfono rojo que había en la mesita de café, junto a un sillón casi al nivel
del suelo de color marrón que antaño habría sido su trono y lugar más preciado,
ya que al conocer a Elena, desarrolló un increíble gusto y una docta curiosidad
por la literatura y más concretamente, por la literatura filosófica, que de
cuando en cuando resonaba en su cabeza en un eco decreciente, procurando que
pudiera alejarse de estos libros, aunque no olvidarlos. Pero extrañamente,
aquellos libros habían perdido cualquier clase de sentido que pudieran tener
para él, y como intentando eliminar su hábito de lectura, se había dado
obsesivamente a la literatura genérica y de moda que va siempre al compás que
su época, evidentemente.
Con la mano derecha, pulsaba los botones marcando el número
de emergencias en el teléfono mientras trataba de alejar toda esta reflexión
innecesaria y que en este momento por importante que fuera para él, realmente
le traía sin cuidado. Cuando termino de combinar los dígitos, ya estaba dando
señal y como si tuviera que prepararse una excusa, cosa que realmente tendría
que hacer porque no podía explicar en qué momento se le ocurrió hacer algo así,
más que nada, porque no lo recordaba, empezó a ponerse nervioso y a temblar,
notando un retortijón en el estómago. Este se vio neutralizado rápidamente por
el brazo de Kirk, que nuevamente comenzaba a arder, pero esta vez con una
desdeñable rabia, con furia, como tratando de deshacer cualquier rastro de piel
que pudiera quedarle en su antebrazo, su sangre se había revestido de lava para
calcinar su cuerpo, y podía notarlo, pues claro que podía, le dolía a rabiar y le fue muy complicado permanecer
consciente a pesar del dolor, que lo había sentado en el brazo del sillón
incapaz de permanecer de pie.
Una voz algo nasal, respondió al minuto, y Kirk avasallando
su entrada genérica de “Hola en que puedo ayudarle” se anticipó y le dijo: “Por
favor, es urgente, creo que voy a perder el brazo”. Entregó su dirección y sin
tener que dar más detalles, la señora le preguntó directamente por el estado de
su mano. Le explicó lo que había sucedido, como su piel se había hecho humo,
los desmayos, el índice y el meñique perdidos, se lo contó todo, de hecho hasta
le contó que se había dado cuenta de su mano quemada una vez se hizo consciente
de su cuerpo y se vio con el brazo extendido sobre el fuego de su chimenea, y
que no recordaba cómo había terminado haciendo eso. “Señor, lamento mucho lo
que voy a decirle. Verá, su mano es inútil, y lo será para siempre. En ese
estado lamentable que me ha descrito, que es en el que se encuentra, le sugiero
que adopte alguna medida más… drástica. No sé si sabe a lo que me refiero”
Ojiplático, y con la boca abierta por su desconcierto, Kirk empezó a mirar al
suelo con un nudo en la garganta, sin creer lo que estaba escuchando. “Se lo
digo por su bien, señor. Habría que hacer algo con esa mano ¿No cree?”
Instantáneamente colgó el auricular, y se quedó boquiabierto. Se pasó la mano
derecha por la cara, hizo ademán de quitarse el sudor pero más bien se tocó la cara, quería
asegurarse de que todo permanecía donde tenía que estar, sus ojos, su nariz, y
su boca abierta, abierta de la incredulidad. Mirando las vacías paredes de la
estancia, recordó los cuadros que cuando llegó a la casa aún estaban colgados,
y sintió que los recordaba de una forma misteriosamente nítida, de una manera
muy cercana, como si ese día hubiera sido ayer mismo.
Abotargado por la situación, que sentía cada vez se escapaba
más a su control, rio histéricamente y se preguntó como de estúpido podía
llegar realmente a ser. Tras haberse desmayado en el baño, haber perdido dos
dedos, con el brazo en el mismo camino, y una cantidad de sangre que habría
llenado su bañera, que pudiera permanecer cuerdo sin siquiera alguna clase de alucinación
auditiva, o lapso entre observación, razonamiento y pensamiento era
prácticamente imposible, lo que tenía era que asegurar su brazo, estaba
convencido de que aquella extraña mujer era, sin duda alguna, una pobre
recepcionista que habría quedado preocupada y a la que habría malinterpretado,
o de la que quizá hubiera simplemente disociado y hubiera completado sus frases
desde su ideario, no muy positivo en estas situaciones, francamente. Quizá no
hubiera marcado correctamente el número de emergencias. Bien, es de tres
dígitos, pero también era cierto que tres eran los dedos que le quedaban en la
mano izquierda, y en esa situación física en la que se encontraba hasta la más
sencilla de las tareas podría haberse realizado incorrectamente, de forma involuntaria.
Ahora con mucho cuidado presionó las tres teclas del teléfono que habría de
marcar, y silenciosamente espero tras la línea, mientras oía los pitidos que
indicaban que el teléfono, efectivamente, daba señal. Alguien contestó y Kirk
no perdió un segundo, “Hola, verá. Había llamado antes pero…” esta vez, fue esa
voz femenina la que interrumpió a Kirk al teléfono: “¿Y bien? ¿Lo ha hecho?”
“¿El qué?” Respondió Kirk “¿Cómo que el
qué? Déjese de tonterías, señor, sabe
bien de lo que le estoy hablando.” Añadió inquisitiva. Kirk no podía dar
crédito a lo que oía, cuando de repente
aquella voz concluyó tras una breve pausa y con voz considerablemente más
calmada “Hay que hacer algo con esa mano, señor.” Kirk se atrevió a decirlo
“¿Quiere… Quiere que me corte la mano?” “…” El silencio que le devolvía aquel
auricular pareció inundar toda la estancia. Entonces, cuando finalmente no
esperaba obtener respuesta, la mujer replicó “Y si le dijera que si… ¿Lo haría?
¿Por mí?” Kirk no podía aguantarlo más y estalló en ira, víctima de su
indefensión: “Oiga ¡No sé qué coño está
intentando!¡No sé qué quiere!¡Por favor, mi mano es un desastre y mi brazo no
deja de supurar!¡Creo que está infectado además de quemado!¡Necesito ayuda! ¿Ha
enviado a alguien?” “…””Primero debe hacer algo con su mano, señor” Entonces,
la señora colgó, y Kirk, estupefacto quedó con el auricular en la mano, aun en
el oído, mientras inconscientemente se había quedado todo este tiempo mirando
el fuego de la chimenea.
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