jueves, 15 de febrero de 2024

-SIN TÍTULO- Capítulo 2

 

CAPÍTULO 2

“El filósofo que se pregunta cuanto o como es de filósofo, es en realidad científico, pues para mí el filósofo habría de preguntarse ¿Por qué es filósofo?” Elena era una mujer rubia, de edad avanzada pero que no estaba reflejada fehacientemente en su piel, dado que se conservaba con gran efectividad y aparentaba unos cincuenta años a lo sumo si hubiera querido Kirk examinarla con detenimiento, aunque a primera vista sería tachada de mujer madura, de unos cuarenta y pocos. De complexión era pobre, con un cuerpo escuálido pero sorprendentemente bien esculpido, y de estatura más bien baja, de unos 1´60. Su pelo era rubio con tonalidades blancas, aunque no era debido a las canas, si no a la increíble claridad de su pelo, de un color amarillo tan claro que casi se tornaba transparente, aunque una corta pero frondosa melena hacía de salvaguarda, como una comunión de fascias, entendiendo cada trozo de la falange como un translúcido mechón dorado, haciendo de su cabello casi un halo que se extendía completando el centro, y a ambos lados de los hombros, en forma de velo, con un corte elegante totalmente recto en las puntas. Sus ojos, azules como el mar, recordaban a los que pudiera haber tenido Inocencio Julián en su juventud, aunque aquellos ojos eran más profundos, pues su color se tornaba más semejante al cobalto y su intensidad que al aguamarina claro de los ojos que creía haber recordado, o más bien construido en su imaginación.

Cuando Kirk se marchó de aquella casa para no volver, inmediatamente empezó a considerar sus opciones, ya que sin amigos y sin familiares desgraciadamente era él mismo el único al que podría recurrir. Con los ahorros de Inocencio Julián, es decir, de lo que había ganado mientras estuvo trabajando para él, podría permitirse vivir un año completo en algún pueblo, tratando de encontrar trabajo de la que fue su ocupación durante este tiempo. O podría marcharse a la ciudad y sobrevivir unos meses, quizá consiguiendo empleo en alguna fábrica que estimara necesario nuevos trabajadores, ya fuera debido a algún despido, accidente o dimisión. Sin embargo Kirk, que se conocía a sí mismo, había convenido en que la ciudad resultaría para él un ambiente inoportuno, cuanto menos tentador para despertar aquel demonio que reposaba eternamente en sus entrañas. Sabía que era fuerte, que era especialmente fuerte, más que mucha gente, y más de lo que había llegado a ser él jamás. A decir verdad, la muerte de aquel a quién había llegado a querer como un padre era el único asunto que habría logrado eclipsar el renovado buen humor de Kirk en los últimos 7 años. 

Pero dentro de él Kirk no podía evitar albergar la duda, en consecuencia a la pregunta que intrigantemente había llegado a su cabeza, como un invitado inesperado a intempestivas horas de la mañana, se clavaba en su cerebro como una astilla en el pulgar del labrador de azada vieja. ¿Sería capaz de no caer? ¿De volver sin más, envuelto en su nuevo perfume, voluntad y traje, y continuar con su labor de vida? ¿Querría de verdad seguir siendo feliz? Como si acabara de abrir un libro largo tiempo sellado, y comenzase a leer compulsivamente cada una de las líneas de sus páginas, empezó a imaginarse rodeado de problemas. Recordaba aquel anciano, los periódicos, las jeringuillas… como se llamaba aquel muchacho, Ker… ¿Kerchak? Y el otro era… No, de ese sí que no se acordaba. ¿Eso quería ser él? ¿Un borrón en la memoria?

Intentando tranquilizarse “Todavía no has fallado” dijo, “En tu fatalismo absoluto lo haces, una y otra vez, pero no lo has hecho. Mismo lugar, distintos pensamientos…” Desentrañaba ahora la ciudad un reto real para él, para su personalidad y futuro. Decidido, decidió marchar a la ciudad más cercana que pudiera encontrar. En realidad, su plan no consistía en alcanzar el burgo y asentarse, primero decidió recabar información sobre las zonas circundantes, apostando por encontrar alguna ciudad con un nivel de calidad de vida óptimo, aún sin ser tan cara como una gran capital, o simplemente una ciudad de moda.

Al no tener coche, tuvo que acercarse al pueblo al que bajaba a comprar, el cual no estaba a más de diez minutos de la casa de verano de Inocencio. El camino era cuesta arriba para llegar, aunque por suerte cuesta abajo para volver. Había recorrido aquel boscoso camino cientos de veces, en ocasiones, cargado hasta los topes de productos de la compra, ropa o incluso electrodomésticos. Sus gemelos que aun sin ser voluminosos, se erguían fuertes, se tensaban con fuerza cuando debía ir al pueblo con alguna gran carga, fue el caso de un frigorífico estropeado el cual el propio ayuntamiento del pueblo descartó recoger, pues decían que los caminos del pueblo a la casa de verano estaban totalmente ideados para senderistas, animales y en general su preservación. Es, de hecho, la ambulancia que se llevó el cuerpo de Inocencio Julián, el único vehículo que sus ojos han visto por estos lares en los casi 9 años que lleva viviendo aquí.

Alrededor del camino se alzaban arboles de tronco esbelto y delgado con largas ramas y moteados diseños. Él no podría haber sabido que su vida se había resuelto últimamente entre los árboles de un bosque de coníferas, pero aún sin saber su nombre, apreciaba aquel bosque como si de un viejo amigo se tratase, de forma respetuosa pero despreocupada. Aunque personalmente, no había oído muchas historias que hablarán al respecto, en su ideario mental miles de sucesos de personas desaparecidas en bosques, y halladas posteriormente con equipos de rescate compuestos por grupos de búsqueda y algún que otro helicóptero sucedían todos los días, debían de suceder en algún lugar, pero en todo momento. Imaginaba también que muchos de ellos, tristemente, no llegarían a ser rescatados a tiempo, y se verían superados por el hambre, la sed, el clima, o la propia fauna y flora del lugar en el que hubieran dado a parar. Algunos, podrían recibir entierros dignos, y un funeral apropiado, con el adiós de sus familiares, las cartas de despedida con el ataúd abierto (o no) y todo, sin embargo, cuantos habrían que simplemente hubieran desaparecido en la inmensidad de la naturaleza, en el bosque o la montaña,  como un papel mojado en el mar, destinado a mojarse, partirse y disolverse en las colosales entrañas del olvido, que se fundieron con el negro, y ahora sin forma ni recuerdo vagan por la tristeza de su eterna muerte.

Kirk trató de apartar aquellos morbosos pensamientos de su cabeza, pues no tenía ningún sentido pararse a pensar en probabilidades e imposibles, pero no podía evitar pensar en el dolor que debe sentir una familia, pues el que muere, puede que sufriera, pero muerto ha, y realmente si alguien llorará su desgracia, son los que aquí permanecen. Sin embargo él no tenía familia, tampoco amigos. Si él se perdiera para siempre y se disolviera como un papel mojado en el mar ¿Quién lo lloraría? Habría gente seguro… inexplicablemente, pues para él era un tema más que zanjado el que se propuso mientras llegaba al pueblo donde cogería un autobús a la ciudad, trato de justificar que sí, que habría quien lo llorase. Como del rayo, se le vino a la cabeza el evidente padre que hacía poco había perdido, Inocencio Julián. Pero para bien o para mal, él ya no podía echar de menos a nadie desde la tumba. Ni salir a buscarlo. Ni llorarle. Entonces Kirk de verdad reparó en la cruda realidad, en la imposibilidad de justificar que alguien intentaría hacer algo por él o que simplemente, lloraría su perdida.

Así, a sus 41 años, airado por su propia lógica y argumentativa aceleró el paso ahora sí, decidido a abandonar el tema por el momento. El pueblo era bastante pequeño, de hecho no era un pueblo, era una aldea. Con tres hileras de 2 casas de granito, pintado blanco con ventanas rústicas y fachadas coquetas, se erguía este modesto compendio de hogares, y en el centro de la plaza, una cabina donde cabrían tres personas o el operario que allí trabajaba, pues esta era grande, con una doble terminación de su cara a causa de las lonchas que le emanaban del cuello como una hinchazón permanente, esta empujaba a su barbilla, y probablemente le diera ese aspecto de delimitación, que rematada con su papada redonda le daba a su cara ese aspecto de concluir dos veces. Sus mofletes habrían de ser grandes, pues custodiaban una boca de categoría, abrigada con un suntuoso bigote descuidado, como la perilla y la barba que, vagamente, crecían inconexas en el rostro del sujeto. El otro establecimiento era un local de aspecto mediano por fuera pero de gran amplitud por dentro, como bien especificaba el cartel, este lugar actuaba como una farmacia y un supermercado a la vez, y de hecho, Kirk entró por curiosidad y no había ninguna distinción de los productos, de forma que podías encontrar frascos de jarabe para la tos en el estante siguiente de las patatas fritas y los cacahuetes. Nunca reparó en lo probablemente inadecuada que sería aquella disposición, echó una mirada al mostrador buscando a los empleados, y solo vio a un señor medio calvo, de pelo moreno, brazos cortos y peludos, además de rechonchos, y un polo rosa, puesto de perfil que o no lo había visto o esperaba evitar tener que saludar a Kirk.

Kirk entonces salió del puesto, y se acercó a la cabina del hombre aún más voluminoso. Solo cuando establecieron contacto para poder comprar el billete a la ciudad, Kirk reparo en que aquella boca de categoría venía precedida y era la máscara de unas monstruosas mandíbulas, unas gigantescas fauces que preguntaban a Kirk mientras él, conmocionado no podía oír nada. Como caído del cielo, Kirk recobró el sentido y se disculpó. Concluyeron el corto intercambio, y se sentó para esperar al autobús. 

Extrañado, comenzó a reiterar una vez más en su memoria el recuerdo de aquella colosal boca, sus dientes podría haber dicho que los había memorizado, pero probablemente eran en cierto modo un dibujo a medio hacer completado por su imaginación. Aun así, podría jurar que los dientes de aquel hombre se extendían en una segunda hilera en la parte de abajo, al menos. De sus mojados labios despedía escupitajos tiznados en marrón, quizá aquel hombre de entre sus hábitos insanos, el que a primera vista pudiera parecer su mayor problema, sea solo su mayor problema en apariencia. Realmente debía de fumar, pues sus labios aunque húmedos y babosos, dicharacheros de repartir saliva con cada una de las palabras que formulasen, estaban custridos concéntricamente, o al menos creía recordar unos ciertos relieves negros como los de un río seco que profundamente se hundían en aquel pozo. También su hediento vaho regalaba nubes de tufo a tabaco negro, o puede que puros.  Que más le daba, ahora que lo pensaba, no volvería a ver a aquel hombre jamás.

 

Una neblina gris y blanca, imbuida de su esclarecedora tonalidad de manera aún más destacable sobre un marco negro, se empezaba a abrir paso ante los ojos de Kirk, poco a poco comenzó a parpadear sin abrir mucho los ojos, cegado por aquella neblina, y trató de ir adaptándose a aquella extraña luz que lo cegaba. Cerró con fuerza los ojos, y entonces, tras unos segundos los fue abriendo lentamente. Un agudo dolor se había consolidado en su brazo, un dolor certeramente vivaz, tremendo y terrible. No habían pasado ni diez segundos, y empezó a notar que por alguna razón, sentía un dolor insufrible en el brazo, como si estuvieran explotando palomitas dentro del cuerpo, y hubieran inteligentemente abierto su piel para sacarlas después de prepararlas en el calor que emanaba su brazo, que habría asegurado ardía como el infierno, y después hubiera dejado el recipiente vació al aire, después de despellejar y tirar su envoltorio y tapa.

Tardó unos segundos en recobrar el aliento, pero aquel dolor le había servido sin el saberlo como un despertador. Recuperado de aquella oleada de dolor, o al menos acostumbrándose a él, se fijó en su mano derecha. Como un báculo de bronce por partes, se componía por dos opulentas piezas de forma muy similar pero curiosamente dispares, pues una se extendía ciertamente a lo ancho, pero más a lo largo, y su sujeción, como si preparada estuviera para disponerla a ras del suelo, era más cilíndrica y ostentaba un bulto semicircular que podía adoptar la forma de una bola a voluntad, toda esta magnífica construcción estaba coronada por un trozo de piel que solo contenía pelo por la parte de arriba, con una forma de pentágono irregular y estilizada por líneas que le daban un cierto aspecto espectacular, dando la impresión de que ciertamente fue diseñada para ser la más elaborada de las piezas de esta construcción tripartita, a su vez, adornaban unas edificaciones minúsculas con tres surcos, los suyos en especial eran de proporción casi perfecta, pero no pudo evitar pensar quizás por esto que así eran todos los dedos, proporcionados y bien elaborados. Con cierta curiosidad cerro la palma de la mano y la miró mientras la giraba con detenimiento. Sus dedos entrecerrados esbozando un puño simulaban cordilleras, y el pelo de sus dedos daba la impresión de querer aparentar ser la vegetación que encontrarías en la falda de la montaña, y las calvas de las puntas de la primera falange desde la palma, parecería la punta donde no crece más que musgo y helecho.

Fascinado por su mano derecha, como si jamás hubiera visto una mano y estuviera aprendiendo por primera vez las maravillas de la ingeniera biológica estructural que se encuentra de manera natural en todos y cada uno de los miembros de su especie, continuó su vistazo apuntando a la izquierda y levantando su brazo, que continuaba emitiendo un intenso dolor.

Entonces palideció, y todo lo que había pasado comenzó a entrar de manera agolpada en su mente. Ahora como consciente del dolor de manera renovada, colmó la estancia, que la estancia, la casa en grito, y comenzó a mirarse el brazo y sujetárselo con la derecha, agarrando desde el bíceps y tratando desesperadamente de estirarlo del todo, y pese a la gran intencionalidad y agobio, imperiosidad y alarma que había tras su orden mental, llegando a concretarse como un mensaje racional destinado a un segundo oyente, el brazo no lograba cumplir con su voluntad de manera satisfactoria: “¡Muévete! ¡Por Dios! ¡Muévete, joder, por favor!” Como un juguete desarticulado, emulaba el gesto de apertura pero al superar los 130º de amplitud, se dolía, y su brazo como si ciertamente tuviera desconectado el cable que conectaría su cerebro y su cuerpo para dar el siguiente paso, simplemente no respondía. Pero lo peor de todo no eran las sulfuras de pus e infección que salían de su antebrazo, ni la carne rosada entremezclada con ese líquido y consumida, de hecho frita en su propia grasa, el haber perdido la posibilidad de estirar el brazo… No, lo que más le preocupaba era su mano.

 Al parecer, se había desmayado mirando al techo, y en el proceso había pasado varias horas en una postura realmente incomoda, lo notaba en las punzadas de su espalda, pero no tenía ánimo como para reparar en algo tan trivial, pues su mano carbonizada había perdido el meñique mientras el yacía, y de hecho, su composición como de piedra se había consumido por completo, y lo que antes eran láminas de costra negra que estaban de manera viscosa débilmente unidas a su epidermis, ahora eran restos de ceniza de un mineral que resultaba solo duro en apariencia, pues con su mano trato de levantar una de estas costras buscando el rojo bermellón que ocultaban, y como polvo se deshizo en sus dedos.  La carne roja que aún quedaba en su manos, se había convertido en una especie de masa blanca, amarilla y roja, que carecían de consistencia sólida y entre sus huesos, ahora expuestos en parte, asemejaban el agua de una presa, aunque ciertamente de una textura mucho más grumosa.

Sin saber qué hacer, ni a quién buscar, convino en que habría de llamar a una ambulancia. Sin embargo, sabía que tardaría unos cuarenta minutos en alcanzar su domicilio, y que entre desmayos y paranoias había perdido la suficiente sangre y tiempo como para simplemente esperar a ser recogido y tratado. La toalla que rodeaba su brazo izquierdo había quedado inservible, pesaba el doble de lo que lo haría limpia, y adornaba con trozos de piel, sangre, pus y costra por igual. De hecho, al examinar su brazo izquierdo, cuidadosamente levantando la toalla, había reparado en que al tiempo que quitaba el tejido del brazo, que había sido enrollado al mismo a presión, iba arrancando una fina lámina de piel, tan fina como la de una serpiente, que había quedado pegada a la toalla por la supuración infecciosa. Lentamente la retiró apoyando sin perder un segundo su brazo de nuevo en su muslo, y quedo expectante durante unos segundos.

Había que hacer algo con esa mano, y rápido, su antebrazo era, según quería pensar, tratable. Aunque infectado y despellejado, prácticamente en carne viva, si se le aplicaban los remedios que los sanitarios considerasen necesarios, como pomadas o cremas, con piel de cerdo, o de su propia espalda algún día volvería a sanar y funcionar como de costumbre, pudiendo hasta estirarse completamente. Recordó que al no poder estirar el brazo completamente, era muy posible que fuera necesario abrir su brazo en canal con especial cuidado, de forma quirúrgica y restaurarlo por dentro uniendo cada una de las fibras de sus músculos y articulaciones, quien sabe cuánta sangre habría perdido y cuanto se habría quemado. En conclusión, él no era quién para autodiagnosticarse y tomar una decisión adecuada sobre las medidas correctas para poder curar su antebrazo y codo. Pero su mano era diferente.

Él no era médico, pero sabía que lo que fuera que pudiera quemarse hasta el punto al que se quemó su mano, no volvería a ser lo mismo. Y en efecto, de esta no sentía nada, de hecho, despertó de su letargo por las supurosas heridas de su antebrazo, y no sabría decir con precisión en que momento su meñique se perdió. Los músculos, articulaciones y en general, cualquier material orgánico menos los huesos se había perdido, quedaban entresijos de carne pegada o prácticamente convertida en viscosidad, pero nada rescatable o que pudiera darle esperanzas de que esa mano tenia salvación. Comenzó a apretarse el índice con la mano derecha, y como si fuera la costra de una herida del pie raspada por un calcetín, simplemente salió de su encaje. Con interés en el negro carbón que había arrancado, comenzó a investigarlo, y fue deshaciendo la piedra consumida hasta que dio con algo más duro y que se negaba a ceder a los pellizcos que propinaba Kirk al índice quemado. Supuso que sería uno de sus huesos, y un tanto horrorizado por su experimento lo dejó sobre el lavabo con cautela, como si más adelante le fuera a hacer falta.

No se atrevió a intentar sacar más dedos durante unos veinte minutos que permaneció en silencio reflexionando sobre todo esto, intentando recordar que diantres le hizo chamuscar su mano izquierda como si de una chuleta de cordero se tratase. Quizá fue por el shock de la situación, o porque el dolor había amainado, pero una nueva ráfaga de punzadas y quemazones asistieron el brazo izquierdo de Kirk, quién al momento se encontraba recorriendo el pasillo de la alfombra azul y alcanzando el salón de la chimenea, donde estaba el único teléfono en toda la casa.

Entró a la habitación, notando en sus pies descalzos la cálida moqueta roja, y sujetando su brazo izquierdo con sumo cuidado. Se paró en seco y miró alrededor, encontrándose casi de manera inconsciente en frente de la chimenea. Caldeaba estas sus fuegos, habiendo consumido el último tronco hace varias horas, y haciendo ademanes de extinguirse. Las llamas luchaban por subir, como si hubieran cuerdas, trataban de subir al techo de la chimenea, y caían instantáneamente una y otra vez al suelo, repitiendo este proceso a una velocidad vertiginosa, pero que describiría la percibía como suave, un espectáculo de increíble velocidad pero que transmitía una inexorable calma. Serio, Kirk negó irrisoria e imperceptiblemente con la cabeza, y avanzó al teléfono rojo que había en la mesita de café, junto a un sillón casi al nivel del suelo de color marrón que antaño habría sido su trono y lugar más preciado, ya que al conocer a Elena, desarrolló un increíble gusto y una docta curiosidad por la literatura y más concretamente, por la literatura filosófica, que de cuando en cuando resonaba en su cabeza en un eco decreciente, procurando que pudiera alejarse de estos libros, aunque no olvidarlos. Pero extrañamente, aquellos libros habían perdido cualquier clase de sentido que pudieran tener para él, y como intentando eliminar su hábito de lectura, se había dado obsesivamente a la literatura genérica y de moda que va siempre al compás que su época, evidentemente.

Con la mano derecha, pulsaba los botones marcando el número de emergencias en el teléfono mientras trataba de alejar toda esta reflexión innecesaria y que en este momento por importante que fuera para él, realmente le traía sin cuidado. Cuando termino de combinar los dígitos, ya estaba dando señal y como si tuviera que prepararse una excusa, cosa que realmente tendría que hacer porque no podía explicar en qué momento se le ocurrió hacer algo así, más que nada, porque no lo recordaba, empezó a ponerse nervioso y a temblar, notando un retortijón en el estómago. Este se vio neutralizado rápidamente por el brazo de Kirk, que nuevamente comenzaba a arder, pero esta vez con una desdeñable rabia, con furia, como tratando de deshacer cualquier rastro de piel que pudiera quedarle en su antebrazo, su sangre se había revestido de lava para calcinar su cuerpo, y podía notarlo, pues claro que podía, le dolía  a rabiar y le fue muy complicado permanecer consciente a pesar del dolor, que lo había sentado en el brazo del sillón incapaz de permanecer de pie.

Una voz algo nasal, respondió al minuto, y Kirk avasallando su entrada genérica de “Hola en que puedo ayudarle” se anticipó y le dijo: “Por favor, es urgente, creo que voy a perder el brazo”. Entregó su dirección y sin tener que dar más detalles, la señora le preguntó directamente por el estado de su mano. Le explicó lo que había sucedido, como su piel se había hecho humo, los desmayos, el índice y el meñique perdidos, se lo contó todo, de hecho hasta le contó que se había dado cuenta de su mano quemada una vez se hizo consciente de su cuerpo y se vio con el brazo extendido sobre el fuego de su chimenea, y que no recordaba cómo había terminado haciendo eso. “Señor, lamento mucho lo que voy a decirle. Verá, su mano es inútil, y lo será para siempre. En ese estado lamentable que me ha descrito, que es en el que se encuentra, le sugiero que adopte alguna medida más… drástica. No sé si sabe a lo que me refiero” Ojiplático, y con la boca abierta por su desconcierto, Kirk empezó a mirar al suelo con un nudo en la garganta, sin creer lo que estaba escuchando. “Se lo digo por su bien, señor. Habría que hacer algo con esa mano ¿No cree?” Instantáneamente colgó el auricular, y se quedó boquiabierto. Se pasó la mano derecha por la cara, hizo ademán de quitarse el sudor  pero más bien se tocó la cara, quería asegurarse de que todo permanecía donde tenía que estar, sus ojos, su nariz, y su boca abierta, abierta de la incredulidad. Mirando las vacías paredes de la estancia, recordó los cuadros que cuando llegó a la casa aún estaban colgados, y sintió que los recordaba de una forma misteriosamente nítida, de una manera muy cercana, como si ese día hubiera sido ayer mismo.

Abotargado por la situación, que sentía cada vez se escapaba más a su control, rio histéricamente y se preguntó como de estúpido podía llegar realmente a ser. Tras haberse desmayado en el baño, haber perdido dos dedos, con el brazo en el mismo camino, y una cantidad de sangre que habría llenado su bañera, que pudiera permanecer cuerdo sin siquiera alguna clase de alucinación auditiva, o lapso entre observación, razonamiento y pensamiento era prácticamente imposible, lo que tenía era que asegurar su brazo, estaba convencido de que aquella extraña mujer era, sin duda alguna, una pobre recepcionista que habría quedado preocupada y a la que habría malinterpretado, o de la que quizá hubiera simplemente disociado y hubiera completado sus frases desde su ideario, no muy positivo en estas situaciones, francamente. Quizá no hubiera marcado correctamente el número de emergencias. Bien, es de tres dígitos, pero también era cierto que tres eran los dedos que le quedaban en la mano izquierda, y en esa situación física en la que se encontraba hasta la más sencilla de las tareas podría haberse realizado incorrectamente, de forma involuntaria. Ahora con mucho cuidado presionó las tres teclas del teléfono que habría de marcar, y silenciosamente espero tras la línea, mientras oía los pitidos que indicaban que el teléfono, efectivamente, daba señal. Alguien contestó y Kirk no perdió un segundo, “Hola, verá. Había llamado antes pero…” esta vez, fue esa voz femenina la que interrumpió a Kirk al teléfono: “¿Y bien? ¿Lo ha hecho?” “¿El qué?” Respondió Kirk  “¿Cómo que el qué?  Déjese de tonterías, señor, sabe bien de lo que le estoy hablando.” Añadió inquisitiva. Kirk no podía dar crédito a lo que oía, cuando de repente  aquella voz concluyó tras una breve pausa y con voz considerablemente más calmada “Hay que hacer algo con esa mano, señor.” Kirk se atrevió a decirlo “¿Quiere… Quiere que me corte la mano?” “…” El silencio que le devolvía aquel auricular pareció inundar toda la estancia. Entonces, cuando finalmente no esperaba obtener respuesta, la mujer replicó “Y si le dijera que si… ¿Lo haría? ¿Por mí?” Kirk no podía aguantarlo más y estalló en ira, víctima de su indefensión: “Oiga  ¡No sé qué coño está intentando!¡No sé qué quiere!¡Por favor, mi mano es un desastre y mi brazo no deja de supurar!¡Creo que está infectado además de quemado!¡Necesito ayuda! ¿Ha enviado a alguien?” “…””Primero debe hacer algo con su mano, señor” Entonces, la señora colgó, y Kirk, estupefacto quedó con el auricular en la mano, aun en el oído, mientras inconscientemente se había quedado todo este tiempo mirando el fuego de la chimenea.

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