lunes, 12 de febrero de 2024

Peepe

 

Como todas las mañanas, Peepe emulsionaba humo de su boca mientras escuchaba vieja música que le hacía sentir vivo. Es en ese momento de sencilla paz y tranquilidad momentánea, en esa ebullición silenciosa de pensamiento en la que se encontraba, distante y enajenado pero más cercano que nunca a lo que el pensaba sería su anestesia para siempre que se preguntó que le impedía dejar de ser Peepe. Peepe fumaba porque el sabor de lo que consumía le derretía la lengua, pero el placer que obtenía aunque traicionero, le ayudaba a sobrevenir su larga lista de pensamientos. Acostumbraba a quedarse sentado, con las manos en la mesa y encapullado en una chaqueta de forro polar, con la ventana abierta y muy quieto por el frío, pensando en todo lo que podría hacer si sus pensamientos fueran acciones prácticas, y preguntándose si no es ahora el momento en el que debiera  de empezar lo que sea que alguien como Peepe quisiese empezar.

Con los parpados pesados miraba la pantalla intentando recrear en su cabeza las imágenes que observaba, deleitándose de los esplendorosos diseños mitológicos tolkinianos, de los fantásticos trajes militares, cueros y prendas que adornaban a los tan magnificentes hombres que decoraban tales portadas, los colores rosados y violáceos que advertían en los negros fondos letras descuidadamente dibujadas, con simples diseños que Peepe habría calificado de primarios, que están dirigidos al subconsciente , pues aunque sencillos,  tales pictogramas eran capaces de evocar sentimientos y recuerdos, siguiendo una lógica, un silogismo, una iconimia. Sin embargo y nada más lejos de la realidad, acompañaban estos probablemente a lo que era una música destartalada y melancólica , aunque no por ello menos rítmica o prodigiosa, y en tanto su temática miscelánea. Cuando se sentía motivado por lo que en esa tele observaba y de vez en cuando, cogía sus bolígrafos y en una página cualquiera trataba de concebir o explicar que le habría llevado a dejar de estar quieto, terminaba su caricatura, y cerraba el bolígrafo otra vez volviendo a, exactamente, mirar la tele sin emitir un sonido. Había veces que Peepe, evidentemente, se cuestionaba si todo lo que hacía, o más bien, lo que no hacía, era importante, si así era, se comprometía en un silencio interior, en el que no era capaz de ni siquiera albergar un pensamiento completo sobre a lo que supuestamente se hubiera comprometido, si no, simplemente permanecía impasible y quieto, como si nada hubiera pensado, escuchando la melodía que sonase, quieto y haciendo nubes de tabaco.

Pocas veces Peepe había pensado en cambiar de vida (otra vez) pues el sabía cual era el peligro del hombre, y el asesino del ser. Sabía que, gracias a su no violencia era su ambiente cercano menos violento, o eso le gustaría, puesto que sabía también que, en este mundo violento es imposible del todo permanecer exento de ella, que la violencia es inherente al ser, y que reproducía violencia cuando hablaba, entonces pues, esta era ineludible. Es posible que, tiempo atrás, se hubiera unido al juego simiesco de comparativa estética, pero fue que incluso en esta fue imposible una complementación de una oratoria adecuada, ya que falto de conocimientos y tratando de excomulgar la mentira y la tergiversación de su discurso, no hacia su palabra sino entorpecer su esbelta figura, y en esta neutralidad fue que hayó la indiferencia, y el cruel sabor de la soledad. Derrotado, Peepe  necesitaba un cambio, un giro drástico en su personalidad y forma de pensar, y todo apuntaba a un intelectualismo moral, pues en el negro sendero de estos, sus años embarrados, nada sino la bondad de aquellos que amaban al hombre por encima del individuo le habían hecho de soporte. De estos especialmente importante era su padre, querido por entre todos sus conocidos y por conocer, al que más. Fue que, bailando en el filo de la moral, de lo que está bien y está mal, mataron mi amor, y el de Peepe. No diré que no reside maldad en él, pues claro está, no diré que no hay bondad. Solo se que en la disyuntiva en comer o ser comido, el que es comido no ha de plantearse mucho, pues como he dicho, ha sido comido. Y es quizá el comido, el que más ansía comer, satisfecho ya el que hizo por comer, seremos víctimas también del comido, que sale a comer. Y ante la perspectiva de comer, tras ser comido, Peepe se rompió los dientes con una piedra, y fuma mirando su tele como todas las mañanas, mientras escuchaba vieja música que le hacía sentir vivo. Y aunque Peepe creía en sus palabras, en sus actos, en su piedra y en sus encías, cuando la necesidad como una pulsión acuciante provenía de su naturaleza y descargaba en este una fría amalgama de sensaciones y escalofríos, quisiera Peepe comer como el que más.

En un estuche rojo, apartado, cubren telarañas y polvo este aterciopelado recipiente, adornado con ornamentación dorada y un bañado de oro con dos bolitas que haciéndose de tope la una a la otra funcionaban como método de cierre, se guardaba el hambre y las ganas Peepe, quien aunque mellándose a sí mismo detuvo su eficiencia física para comer, no había logrado aplacar ni su ímpetu vengativo y demencial ni su fervor asesino. Vestido de estrella en la noche, visitaba en su recuerdo el páramo o paraje que hubiérase quedado con cualquiera de sus pedacitos, que desperdigados por los confines de mi paso, decoraban los lugares que mientras roto, Peepe alcanzó. Cuando volvía, escondido cuidadosamente, entraba al abrigo de la oscuridad y permanecía quieto hasta que alguien apareciera por el lugar. Era entonces que agazapado lograba discernir el semblante de algún demonio que le fuera familiar, saltando violentamente tras el y reduciéndolo al suelo. En particular, a este último, propinaba Peepe un aluvión de puñetazos precisos entre su pómulo y sien, con la derecha, mientras que con la izquierda sujetaba el escaso pelo de un rostro senil descompuesto, ahora sangrante,  y confuso. Una vez machacado su espíritu y quebrada su voluntad, Peepe no tenía sino que, sentado en el pecho y con las piernas cruzadas, dispuestas debajo de la cabeza del hombre, con la mano izquierda sujetar la cabeza mirando hacia arriba del desfallecido sujeto, y con la derecha martillear las palas superiores, que caerían con facilidad tras diez buenos golpes. Así, una vez arrancadas, las guardaba Peepe en un saco de tela y ahora sin ningún cuidado, dejando de pensarse a sí mismo, abría los ojos estando una vez más, sentado delante de su tele. Era que este proceso se repetía continuamente cuando conformaron de sus cacerías las suficientes piezas como para colindar una dentadura completa. Cada muela e incisivo habían sido debidamente extraídas de los demonios que circundaban la memoria de Peepe, y era así que hablaba Peepe con la boca de estos. Enchido de pena y remordimiento, guardaba este artefacto diabólico y lo custodiaba sumido en la onírica de sus sustancias, y apelmazado como el lodo, sumiso y manso ante la música como las bestias.

Peepe se había jurado a sí mismo no volver a comer, y en ello estaba cuando otra descarga le recorrió la espalda. Peepe odiaba todo lo que tuviera que ver con comer, pero era eso lo que le hacía débil ante los demás. Y aunque más de uno quiso y querrá aprovecharse de Peepe, son los dientes que recogió, la boca por la que habla, o por la que no habla los que una vez más se reiteran en su pensamiento.  Peepe vive su vida por los demás, aunque creo yo que en este intento es más feliz en su silla helada frente a su tele que en el caos del movimiento.

Es inevitable, aun así, que Peepe deba volver a usar sus dientes, y es por eso que está condenado a blandir la lengua de su adversario y de lo que más odia y de lo que más odia, es que ahora es parte de él. Sinceramente, hay días en los que me siento como Peepe, o más bien, Peepe es un producto de como me siento. ¿Es acaso Peepe un hombre violento? Espero que no. Se que no.

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