Como todas las mañanas, Peepe emulsionaba humo de su boca
mientras escuchaba vieja música que le hacía sentir vivo. Es en ese momento de
sencilla paz y tranquilidad momentánea, en esa ebullición silenciosa de
pensamiento en la que se encontraba, distante y enajenado pero más cercano que
nunca a lo que el pensaba sería su anestesia para siempre que se preguntó que
le impedía dejar de ser Peepe. Peepe fumaba porque el sabor de lo que consumía
le derretía la lengua, pero el placer que obtenía aunque traicionero, le
ayudaba a sobrevenir su larga lista de pensamientos. Acostumbraba a quedarse
sentado, con las manos en la mesa y encapullado en una chaqueta de forro polar,
con la ventana abierta y muy quieto por el frío, pensando en todo lo que podría
hacer si sus pensamientos fueran acciones prácticas, y preguntándose si no es
ahora el momento en el que debiera de
empezar lo que sea que alguien como Peepe quisiese empezar.
Con los parpados pesados miraba la pantalla intentando
recrear en su cabeza las imágenes que observaba, deleitándose de los
esplendorosos diseños mitológicos tolkinianos, de los fantásticos trajes
militares, cueros y prendas que adornaban a los tan magnificentes hombres que
decoraban tales portadas, los colores rosados y violáceos que advertían en los
negros fondos letras descuidadamente dibujadas, con simples diseños que Peepe
habría calificado de primarios, que están dirigidos al subconsciente , pues
aunque sencillos, tales pictogramas eran
capaces de evocar sentimientos y recuerdos, siguiendo una lógica, un silogismo,
una iconimia. Sin embargo y nada más lejos de la realidad, acompañaban estos
probablemente a lo que era una música destartalada y melancólica , aunque no
por ello menos rítmica o prodigiosa, y en tanto su temática miscelánea. Cuando
se sentía motivado por lo que en esa tele observaba y de vez en cuando, cogía
sus bolígrafos y en una página cualquiera trataba de concebir o explicar que le
habría llevado a dejar de estar quieto, terminaba su caricatura, y cerraba el
bolígrafo otra vez volviendo a, exactamente, mirar la tele sin emitir un
sonido. Había veces que Peepe, evidentemente, se cuestionaba si todo lo que
hacía, o más bien, lo que no hacía, era importante, si así era, se comprometía
en un silencio interior, en el que no era capaz de ni siquiera albergar un
pensamiento completo sobre a lo que supuestamente se hubiera comprometido, si
no, simplemente permanecía impasible y quieto, como si nada hubiera pensado,
escuchando la melodía que sonase, quieto y haciendo nubes de tabaco.
Pocas veces Peepe había pensado en cambiar de vida (otra
vez) pues el sabía cual era el peligro del hombre, y el asesino del ser. Sabía
que, gracias a su no violencia era su ambiente cercano menos violento, o eso le
gustaría, puesto que sabía también que, en este mundo violento es imposible del
todo permanecer exento de ella, que la violencia es inherente al ser, y que
reproducía violencia cuando hablaba, entonces pues, esta era ineludible. Es
posible que, tiempo atrás, se hubiera unido al juego simiesco de comparativa
estética, pero fue que incluso en esta fue imposible una complementación de una
oratoria adecuada, ya que falto de conocimientos y tratando de excomulgar la
mentira y la tergiversación de su discurso, no hacia su palabra sino entorpecer
su esbelta figura, y en esta neutralidad fue que hayó la indiferencia, y el
cruel sabor de la soledad. Derrotado, Peepe
necesitaba un cambio, un giro drástico en su personalidad y forma de
pensar, y todo apuntaba a un intelectualismo moral, pues en el negro sendero de
estos, sus años embarrados, nada sino la bondad de aquellos que amaban al
hombre por encima del individuo le habían hecho de soporte. De estos
especialmente importante era su padre, querido por entre todos sus conocidos y
por conocer, al que más. Fue que, bailando en el filo de la moral, de lo que
está bien y está mal, mataron mi amor, y el de Peepe. No diré que no reside
maldad en él, pues claro está, no diré que no hay bondad. Solo se que en la
disyuntiva en comer o ser comido, el que es comido no ha de plantearse mucho,
pues como he dicho, ha sido comido. Y es quizá el comido, el que más ansía
comer, satisfecho ya el que hizo por comer, seremos víctimas también del
comido, que sale a comer. Y ante la perspectiva de comer, tras ser comido,
Peepe se rompió los dientes con una piedra, y fuma mirando su tele como todas
las mañanas, mientras escuchaba vieja música que le hacía sentir vivo. Y aunque
Peepe creía en sus palabras, en sus actos, en su piedra y en sus encías, cuando
la necesidad como una pulsión acuciante provenía de su naturaleza y descargaba
en este una fría amalgama de sensaciones y escalofríos, quisiera Peepe comer
como el que más.
En un estuche rojo, apartado, cubren telarañas y polvo este
aterciopelado recipiente, adornado con ornamentación dorada y un bañado de oro
con dos bolitas que haciéndose de tope la una a la otra funcionaban como método
de cierre, se guardaba el hambre y las ganas Peepe, quien aunque mellándose a
sí mismo detuvo su eficiencia física para comer, no había logrado aplacar ni su
ímpetu vengativo y demencial ni su fervor asesino. Vestido de estrella en la
noche, visitaba en su recuerdo el páramo o paraje que hubiérase quedado con
cualquiera de sus pedacitos, que desperdigados por los confines de mi paso,
decoraban los lugares que mientras roto, Peepe alcanzó. Cuando volvía,
escondido cuidadosamente, entraba al abrigo de la oscuridad y permanecía quieto
hasta que alguien apareciera por el lugar. Era entonces que agazapado lograba
discernir el semblante de algún demonio que le fuera familiar, saltando
violentamente tras el y reduciéndolo al suelo. En particular, a este último,
propinaba Peepe un aluvión de puñetazos precisos entre su pómulo y sien, con la
derecha, mientras que con la izquierda sujetaba el escaso pelo de un rostro
senil descompuesto, ahora sangrante, y
confuso. Una vez machacado su espíritu y quebrada su voluntad, Peepe no tenía
sino que, sentado en el pecho y con las piernas cruzadas, dispuestas debajo de
la cabeza del hombre, con la mano izquierda sujetar la cabeza mirando hacia
arriba del desfallecido sujeto, y con la derecha martillear las palas
superiores, que caerían con facilidad tras diez buenos golpes. Así, una vez
arrancadas, las guardaba Peepe en un saco de tela y ahora sin ningún cuidado,
dejando de pensarse a sí mismo, abría los ojos estando una vez más, sentado
delante de su tele. Era que este proceso se repetía continuamente cuando
conformaron de sus cacerías las suficientes piezas como para colindar una
dentadura completa. Cada muela e incisivo habían sido debidamente extraídas de
los demonios que circundaban la memoria de Peepe, y era así que hablaba Peepe
con la boca de estos. Enchido de pena y remordimiento, guardaba este artefacto
diabólico y lo custodiaba sumido en la onírica de sus sustancias, y apelmazado
como el lodo, sumiso y manso ante la música como las bestias.
Peepe se había jurado a sí mismo no volver a comer, y en
ello estaba cuando otra descarga le recorrió la espalda. Peepe odiaba todo lo
que tuviera que ver con comer, pero era eso lo que le hacía débil ante los
demás. Y aunque más de uno quiso y querrá aprovecharse de Peepe, son los
dientes que recogió, la boca por la que habla, o por la que no habla los que
una vez más se reiteran en su pensamiento.
Peepe vive su vida por los demás, aunque creo yo que en este intento es
más feliz en su silla helada frente a su tele que en el caos del movimiento.
Es inevitable, aun así, que Peepe deba volver a usar sus
dientes, y es por eso que está condenado a blandir la lengua de su adversario y
de lo que más odia y de lo que más odia, es que ahora es parte de él.
Sinceramente, hay días en los que me siento como Peepe, o más bien, Peepe es un
producto de como me siento. ¿Es acaso Peepe un hombre violento? Espero que no.
Se que no.
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