Comenzó la recaída.
Teñido de rojo un círculo imperfecto por las vísceras que
adornaban su maltrecha silueta, se abría ante mí un pozo sin fondo, negro en su
enteridad, recubierto por una noche de invierno interminable pasmaba mi cara y
la llenaba de verdadero temor. La muerte llamaba y hablaba en mi lengua, aún
sin poder yo entenderla. Colmaba sus ojos de los horrores perpetrados por mi
especie y alcancé a divisar una larga lista, roída y amarillenta, pintada con
polvo y tinta en la que numerosos nombres seguían los siguientes hasta donde
alcanzaba la vista. No sonrío ni vi inmutarse un ápice su delgada y esbelta
figura cuándo se acerco, decidida y confiada tendió su mano hasta mí, hasta la entrada del
pozo. Un mar de llamas crecía por segundos al ritmo de unos hipnóticos tambores
y una ventisca helada que no conseguía mas que enfurecer y agrandar las flamas,
apostadas en círculos en las paredes de ese abismo, congelaba mis manos.
Mi tez se tornó pálida y mis ojos al
contrario que mi boca no enmudecieron, tergiversaron una mirada animal,
instintiva, que rogaba a mi lógica funcionar y desaparecer del cuarto. Pero no
fue así, en vez de asustarme decidí caminar entre cuerpos, todos maltratados,
mutilados, con enormes jorobas y costillas salientes que mi imaginación había
depositado. Flechas rotas, espadas enterradas. Guerra. Quise cruzarla con los
ojos cerrados pero la muerte me miró y pobre de mí, ni esconderme a mí mismo puedo.
Visualicé el sendero y por grotesco y bárbaro que fuera, decidí caminarlo. Mis
pies ahora descalzos pisaban extremidades y vísceras por igual. Adoctrinado por
la gula, mi forma rechoncha holgazaneaba en las tinieblas mientras entre huesos
rotos hacía equilibrios. Pero alcancé la orilla, alcancé la silueta del círculo
y postrado, lo miré fijamente. Aún hay trabajo que hacer, y es cierto, lo
había. Con cierta usura alcé mi figura, menuda y despampanante se erguía entre
los cadáveres como un crisol divino, luz crecía en mi cuerpo y así fue que se
hizo grande y lleno la estancia, el edificio, toda la ciudad y el planeta
Tierra por completo. No duró ni medio segundo cuando desapareció y recobré mi
organismo, que mi barbilla se había tornado promiscua y delimitada, carcaj de
una fuerte mandíbula, y mi cuerpo delgado y brillante, fuerte. Y caminé de
nuevo en un mundo en el que yo había nacido. Con intensos ojos verdes, pardos,
repasaba mis movimientos casi queriendo memorizarlos una afrodita, de pelo
moreno y sonrisa desarmante, quitavidas. Me casé con ella. En el sofá, un niño
de 10 años con muchas preguntas y pocas respuestas terminaba de leer a Tolkien,
transportándome inocuamente a espejos pasados. Su carita de pan, adornada por
unas imprescindibles gafas azules. Nunca se las quita, siempre le han gustado.
Han timbrado, sus amigos le esperan para jugar como lo que son, inocentes
pasajeros. Pero nunca más de la calle Cornejo, el lo sabe. Pero no fue así y comenzó la recaída.
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