lunes, 5 de febrero de 2024

Emilio y Gabriel

 

A Emilio, que con su testimonio ha bañado de luz la oscuridad de una noche.

 

Quiero empezar desde el principio, así es como debe ser. Me levanto escuchando una voz diferente cada mañana en una pequeña pantalla rectangular de no más de 10 pulgadas con la que siempre me acuesto. Como todas las mañanas, me levanto diez minutos antes de que suene la alarma; he empezado a pensar que mi cerebro ha desarrollado un sofisticado sistema de defensa para protegerme del disgusto de tener que levantarme temprano todas las mañanas; más aún cuando esta noche, ciertamente, no he dormido nada. De un hábil manotazo y semincorporando mi cuerpo agarro el móvil que benevolentemente dispuse de forma estratégica en la silla en la que se sienta mi vecino todos los días cuando venimos a drogarnos. Solo para ver que, efectivamente, una mañana más lo he vuelto a hacer. Entro en la configuración de alarmas, apago la de las 7:20 y me pongo una a las 8:50, así; si me levanto antes de que suene la alarma podré entrar a segunda clase, o si por el contrario, la alarma me despierta; no me quedará más remedio que entrar a tercera hora.

Satisfecho por mi rápida resolución, que no me produce ninguna clase de sensación de arrepentimiento, me apresuro a volver a montar las mantas una encima de la otra como si de láminas de tierra se tratasen y a acurrucarme para volver a dormir. Pero en la calidez de mi sueño, incómodo en cierta parte porque es diecisiete de mayo y el calor ya empieza a sofocar la fresca brisa de la mañana, un pensamiento asalta mi mente. Una niña de 12 años duerme en la habitación al final del pasillo de mi casa. Una, que concretamente, hoy depende de mí. Mi hermana.

El hacerme consciente de esta realidad me enfrenta una vez más con una máscara roja ardiente de ceño fruncido y fondo galáctico; la adultez. Y tan adulto me siento, que necesito que las circunstancias que vivo me recuerden que lo soy. Finalmente cojo el móvil y apago la alarma de las 8:50 y procedo a vestirme normalmente, aunque claro, ahora he perdido veinte minutos en los que me debatía entre si dormir mucho o un montón. Mi habitación está plagada de ropa por el suelo y contenedores de plástico con libros, carpetas, libretas y mucho trabajo almacenado a decir verdad. Las paredes están llenas de posters, además de unas estampas de San Judas Tadeo, San Cristóbal, Santa Lucía y uno de San Pancracio que queda oculto a la vista por un atrapa sueños que cuelga de la misma chincheta con la que esta última estampa se sujeta. Tengo mecheros y papel desperdigados por la mesa; cables, dos ceniceros y una suerte de lapicero hecho con el cartón de un rollo de papel higiénico; este dentro de un tapón blanco que debió de pertenecer a un bote ancho y largo; de insecticida o pintura, probablemente; a su alrededor hay bolis y lápices que rodean al cartón y le hacen permanecer firme. No es la única manualidad de mi casa; la cisterna se rompió hace bastante tiempo, y ahora para poder tirar de la cadena tiramos de un lápiz atado a la pieza de plástico con la cuerda de una bolsa de basura. Para evitar que se vea el interior del retrete,  como si en mi casa fuéramos a recibir en algún momento alguna clase de prospección de calidad de lavabos domésticos, había un cartón recortado en forma de cuadrado deliberadamente (más ancho que la circunferencia donde habría de situarse el tirador). El cartón estaba puesto entre el lápiz y la tapa de porcelana del retrete. Hablo de esta invención porque a todo esto: me he vestido con unos pantalones azules cortos de algodón y una camiseta que me queda particularmente pequeña, y mientras esto sucede en el baño, observo de forma inexpresiva tan resuelta obra de ingeniería. Rústica, pero funcional, me digo. Ya son las 7:35 y aún no he preparado el café, por lo que me apresuro a la cocina; me asomo a la cafetera italiana de un plateado romo, que ha perdido su brillantez y se encuentra, desgraciadamente, vacía. Mi padre que tiene un gusto por el café recién hecho natural ha debido de levantarse apurado, o quizá perezoso, porque todo señala a que esta mañana se preparó un café instantáneo. Siguiendo su ejemplo caliento una taza con leche un minuto y medio, y cuando la saco, vierto tres cucharadas del producto soluble que empieza a teñir la leche de tizne, y más tarde de un marrón cremoso. Como tendencia insalubre debo decir que me gusta mucho el azúcar, y como así es, vierto sobre el café azúcar alrededor de tres segundos, cerciorándome de poder aniquilar el amargo sabor del café. Son las 7:46; empiezo a beberme el café a sorbos gradualmente más grandes, hasta que termino con el de un impresionante sorbo en el casi descuajaringo mis fauces. Menudo calichazo, pienso para mis adentros. Por último dejo la taza en el fregadero y me marcho a la habitación para llenar la mochila con los libros del día. Mis libros de latín e inglés, además de sus respectivas libretas, se encuentran en casa de mi madre (junto a una mochila llena de ropa que allí dejé cuando me marché como los ladrones en la noche). Agradecido miro el horario y compruebo que hoy no me serán impartidas lecciones de ninguna de esas dos asignaturas, así que rápidamente termino de preparar el material que si habré de llevar y vuelvo a mirar el móvil. Las 7:55; está claro, hoy no llego al bus.

Sé que mi hermana se levanta todas las mañanas a la misma hora que yo, y lo sé porque siempre la escucho en su habitación a estas horas e incluso alguna vez, ha renunciado a permanecer en la cama y ha desayunado conmigo y con mi padre. Por tanto, me es un incordio tener que recibir su reprimenda infantil por levantarla a las 8, pero sin hacer mucho más caso me aseguro de que permanezca despierta para empezar en ese momento la mañana. El “me aseguro” se transforma en “me intento asegurar” e inevitablemente tengo que salir de manera apremiante de mi casa sabiendo que la rueda de los hechos seguirá su curso.

La mañana en el instituto ha sido completamente obviable. Lo primero que hago al llegar a la puerta es saludar a la conserje, que tiene prohibido abrir la puerta del instituto cuando ha pasado la hora; pero que me tiene cuidado sobremanera gracias a mis saludos y a mi educada intencionalidad. Es sorprendente pues lo único que hago es saludar sin fruncir el ceño, y responder a sus malas babas con paño de lino; esto me hace entender que no somos sino lo que queremos mostrar a los demás, y un poquito que nos guardamos para nosotros mismos. Abro la puerta de metal azul, que aún sin pesar demasiado sujeto por miedo a dar un portazo; recorro el inmenso pasillo verde y amarillo casi blanco, giro a la izquierda y me topo con las escaleras. Como cada mañana las subo agarrándome a la barandilla verde y me deleito con los carteles de concursos ideados por los diferentes ciclos y grupos del instituto; esto siempre me hace recordar a los bohemios y estudiantes del modernismo y posmodernistas españoles; siempre dispuestos a repartir conocimiento y a organizar grandes tertulias donde la aportación de todas las mentes presentes, cada una especializada en una temática en cuestión, da lugar a una conclusión plausible y satisfactoria; que normalmente no resulta aceptable por unos cuantos y que probablemente será comidilla de las tertulias próximas. Pienso en la posibilidad de aunarnos en pos del conocimiento, en pos de la investigación. ¿Sabéis que los pitagóricos mantuvieron en secreto los números irracionales durante años? No fue hasta que Hípaso de Metaponto quiso divulgarlos que se supo de su existencia espuertas de la secta pitagórica, y de hecho; las malas lenguas dicen que fue empujado al mar por la borda por haber revelado este hallazgo. De la misma forma; siento que hay un conocimiento que no nos es menester revelar, un secreto que no se puede desvelar pero que algunos sabemos ( o creo que lo sé) y es la hermandad del conocimiento, la interrelación que existe entre todas sus disciplinas y como con el paso del tiempo ha ido siendo disuelta; agangrenando los puentes que te llevan de la matemática a la lógica, y de la lógica a la semiótica, y de esta a Dios. Yo lo llamaría un proceso de embrutecimiento; pues, ¿De qué sirve un físico si puede redactar las normas del universo pero no explicarlas? ¿De qué sirve un filósofo que solo encuentra placer en el conocimiento, en la anécdota; si no puede ayudar al desvalido matemático a comprender lo inútil y bello que es su trabajo? En el fondo no se de que me ha servido jamás tanta filosofía, tanta charlatanería… he terminado de fumar una colilla semimuerta y cuando he desbloqueado el móvil el momento había llegado; de una forma casi paradójica, la noticia sobre la muerte de Emilio recorría las estancias de la memoria de mi teléfono mientras a voz viva y en grito se discutía en mi casa. Los tres implicados, la niña de doce años que antes os mencioné (que lleva todo el día refunfuñando y haciendo uso de su infantil exceso de confianza), mi hermana de diecinueve, que al igual que yo a mis diecinueve se cree lo suficientemente mayor como para no aceptar consejos y yo. Tras un dramático episodio en el que exploto y controlo mí violencia una vez más como un caballero; le he quitado el móvil a mi hermana y la mando a dormir. Mi hermana mayor me tacha de animal, me grita y trata de adueñarse de la situación como adulto responsable. A causa del nuevo punto creado, entiendo que ha creado una dicotomía entre lo que hay (mi mandato) y lo que se rebela (el suyo) ¿Es mi hermana lo suficientemente responsable como para lidiar con un niño y con su vida bastante de vez en cuando? Ciertamente antaño habría dicho que si, pero hoy no lo creo. Por tanto le intento dar a entender que para ordenar o discutir mi metodología, primero debería meterse en mi piel (esto con la pregunta: ¿Eres más adulta que yo?) Mi hermana pequeña, a causa de un miedo infundado pero desconocido en mis tripas y no relatable por tanto; nos mira ahora  a los dos. Este miedo sería la más pura y dura de las inseguridades. Ver ya no solo a tus hermanos, sino a los dos adultos inexpertos encargados de ti discutir de tal sobremanera. Yo reparo en esto y en el alto tono que está alcanzando nuestra conversación: y ahora con unos sutiles “venga Maite a acostar” dirigidos a mi hermana pequeña, mientras me continúo extendiendo en un debate con la mayor en la que procuro bajar una décima de contenido y volumen a cada intervención.  Entre risas declamó que le doy asco, que le doy pena (tal vez por esto me decidí a perder, y a bajar el volumen); pero mientras esto sucede: Me es informada la muerte de Emilio. ¿No es curioso? Por un segundo cuando he escuchado la anécdota de manos de su hija, su relato; al haberme transmitido este tan gráficamente la muerte de este hombre como un suceso relajado y tranquilo; en el que simplemente desquitándose con un último suspiro ha dejado este mundo, he sentido una cierta paz. Una paz que sentía muy diferente a la desidia que me circunscribía y completaba en el momento en el que repasaba este acontecimiento que os acabo de narrar. Sinceramente cuando subo a clase, encuentro lo único que realmente me hace pensar que vale la pena levantarse por las mañanas y trabajar para conseguir algo, luchar por ser alguien; por cambiar las cosas. Encuentro lo único, que sinceramente a día de hoy; lo único que no me parece malo. Quizá por eso es para mí tan bueno. Y tan preciado, si, me es muy preciado. Tanto que estaría dispuesto a renacer en forma de botella de plástico si así lo requiriese este propósito, tanto que estaría dispuesto a hacerme un hombre y a cambiar y a tirar la chusta semimuerta al requetesuelo para estropisotearla.

Con esta idea en mente regreso de clase aun recordando su particular perfume que me arroja imágenes como bombas que se diluyen y estimulan mi cabeza, cuando alcanzo el banco en frente del seis y enfrento a cuatro simpáticos bandidos que sin ser mis amigos; me son ciertamente muy simpáticos y divertidos. En orden serían el hijo de pastor; un alopécico de calva psoriática y de ojos azules, que siempre andaba encorvado y con una mano llevada a la boca; el más mayor de todos. A la hora de hablar era muy escueto y trataba de aparentar una falsa normalidad que distaba mucho de su estado mental probablemente, porque se dedicaba a repetir las frases de los demás y cuando no; murmuraba monosílabos que se debatían entre el sí y el no. El siguiente sería el gitano; a este le conocía por varios nombres falsos, pues me conoció cuando tenía 17 años y siempre se mantuvo distanciado de mí, riéndose a mi costa y aleccionando mi falsa rudeza y mis intentonas de crueldad. Cuando le conocí, mis ínfulas de chulería quedaron desvalijadas por este estrafalario sujeto. Sin embargo, un día cuando estábamos descansando en uno de los viejos edificios de la ciudad que acostumbraban visitar, un hombre y su compañero venían de fiesta en una actitud agresiva y valiente; se acercaron al gitano, y le dieron el cubata mientras empezaban a conversar cada vez con más fluidez, con más carácter y con más energía, dándonos a entender a todos con breves preguntas retóricas al gitano que le conocían. Al final el sujeto que había venido con su compañero de fiesta, le dio su cubata diciéndole que le hacía sentir asco y pena; y en conclusión se marchó sin dejar de mandar una advertencia al gitano. Demostrándose tan valiente, que se giraba de vez en cuando para hacer como que pensaba en volver y propinarle esa tunda prometida; yo a mis diecisiete años, ya sabía que estaba mal. Ningún hombre pensaría en pegarle a otro de setenta kilos por su panza y con menos de 1´72 de estatura. Sin embargo ese hombre lo hizo. Más tarde coincidiríamos en un curso de instalaciones domóticas e inmóticas y pude comprobar de primera mano que aquel no era sino un pobre diablo.

Volviendo a lo anterior, el gitano era un hombre muy peculiar; no sabía escribir, pero si leer. Llevaba una cicatriz en la panza con caricaturescos puntos rosados a los lados de la línea vertical, y muy habitualmente una gorra. Muchas veces lo encontraba con un limón, cerveza, y un monte de sal que disponía en medio de sus piernas; en la tabla del banco. Lo tildaría de loco, pero creo que es un romántico. Pues no imaginaba a alguien como el llorando por su madre enferma ni mucho menos, ¿Qué clase de metacrilato mental puede formarse en la cabeza de un hombre, para llegar a pensar que alguien a quien conoces tan a duras penas, no profesa sentimientos de amor a su madre? Aunque tan pronto como formulé el mensaje disonante lo entendí de forma indefectible.

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