jueves, 30 de mayo de 2024

El bufet

 

El bufet

Devoraba y devoraba sin cesar los acompañamientos incluidos en su menú bufet. Sin prisa pero sin pausa. Había perdido la cuenta de las rondas que llevaba, pero aun así, su estomago no estaba satisfecho. Aún no sentía ese ardor en la garganta, esa hinchazón en el estómago que le hacía saber que era suficiente.  Cuando terminaba con los fritos de pollo, delicadamente agarraba la porción de pizza. Los primeros bocados rebosaban de sabor la boca de aquel hombre opulento, de gafas negras y redondas y más de 160 kilos de peso. Sus brazos no eran muy largos, en comparación a sus orondos muslos y a su descomunal barriga, y carecía de barba. Su pelo era escaso, parecía propio de un afeitado producido por una maquinilla trabada, sin embargo esto se debía a su incipiente calvicie.

El restaurante era un lugar más bien solitario. Era lo suficientemente amplio como para poder colocar varias mesas altas con taburetes a su alrededor alejadas las unas de las otras. Las luces del local eran de un color amarillo anaranjado, muy propio de las bombillas incandescentes, aunque probablemente su color era intencionado. En una barra central en forma de isla vaciada por el centro para la colocación de los electrodomésticos e instrumentos de cocina, se encontraban dos trabajadores con gorra que servían las pizzas y aperitivos del local.

Aquel gordo llevaba comiendo desde hacía ya horas, sin embargo su política, al igual que la del local, era la de comer hasta hartarse. Al principio había llegado al establecimiento con dos o tres amigos, que realmente no eran sus amigos. Eran personas que apreciaban al gordo por pena, y que sabían de su naturaleza voraz. Quizá para reírse de el, quizá, genuinamente, por un sentimiento de lástima; le acompañaron aquel día de nuevo en un nuevo episodio de frenesí devorador. Al principio, seguían el ritmo del gordo. Que como dije anteriormente, no comía en grandes cantidades, pero si durante un tiempo que cualquiera calificaría de insalubre. Pasadas unas dos horas, repletos sus estómagos, trataron de levantar al gordo entre bromas de su asiento para marcharse de aquel lugar. Sin embargo él no había terminado de comer, ni de lejos. Tras media hora de insistencia, dio igual que pudieran sentir por esta gran bola de carne de brazos hinchados y modales descorteses en la mesa. Empezaron a recriminar su forma agónica de comer. Sin descanso, sin apariencia de haber colmado su apetito. Su forma de comer no se podría describir sino agónica. Uno de sus compañeros se marchó al baño a vomitar, y culminado este episodio, dieron un ultimátum al gordo; que haciendo caso omiso de sus palabras se levantó una vez más a servirse una nueva ronda en la barra. Uno de ellos miraba impertérrito tan afanoso discurso, que sabía no serviría de nada, y sin mediar palabra se encendió un nuevo cigarro mientras los compañeros arrastraban sus sillas hacia atrás para salir disparados del local.

Pasaron unas seis horas, y el gordo regresaba a la mesa con una bandeja repleta de croquetas de queso y una nueva porción de pizza repleta de embutidos. Sergio, el único miembro del grupo que había permanecido, aplastaba su cigarro en uno de los ceniceros del local al tiempo que echaba un vistazo de reojo la mesa. El era la única persona de aquellas que, sin ser esto cierto, consideraba al gordo un amigo recíproco y que verdaderamente sentía pena por aquellos comportamientos compulsivos. Lo conocía del trabajo. El imbatible comensal por aquel entonces (dice Sergio) era un hombre mucho más delgado, con pelo, ambiciones, sueños y simpatía. Y por supuesto, sin esa obsesión abusiva con la comida. Mientras terminaba de pensar esto, el gordo se levantaba nuevamente en aquel local que había cambiado por completo. Su servicio 24 horas le había hecho vivir este escenario varias veces. Una luz amarilla tenue los cubría desde arriba como un flexo de estudio. Las mesas desiertas daban al establecimiento una apariencia fantasmagórica, con los dos cocineros como sus únicos acompañantes. La pésima iluminación, que los dejaba en penumbra, hacía a Sergio fijarse más que nunca en el gordo. Su manera de comer era exactamente igual que la que había demostrado al sentarse en aquella mesa a las cinco de la tarde. No demostraba cansancio, ni hartazgo. No, nada más lejos de la realidad. En el mismo orden terminaba sus aperitivos solo para una vez más comerse aquella porción ridículamente carnívora. Reparó en que aquel gordo hacia horas que no probaba una gota de ningún líquido, y en un gesto caritativo y por pura exasperación se levantó para rellenar su vaso de refresco. Se sintió contrariado.

Pasaron otras 6 horas, el reloj marcaba las cinco de la mañana y unos tantos minutos. Sergio, que tanteaba con los dedos el plástico de la cajetilla de tabaco por abrir, miraba somnoliento el cenicero de metal. Veintidós. Esas eran las veces en las que el gordo se había levantado para probar nuevo bocado. Veintidós malditas veces. Sergio se agarraba los pelos de la cabeza y trataba de no mirar a su acompañante. Sin levantar mucho la vista, ojeó el vaso de refresco que no había vuelto a llenar. Estaba repleto. No había dado ni un solo sorbo. Una mosca zumbaba moribunda en aquel vaso de refresco, atrapada en una concentración de azúcar que espesaba sus alas. Se oyó una silla. Era el gordo, que se había levantado a por un nuevo trozo de pizza y sus consiguientes acompañamientos. Los cocineros no eran los mismos, evidentemente los que les sirvieron por la tarde habían cambiado su turno por aquellos terminada su jornada. Una mano vacilante arranca el plástico de la cajetilla casi sin pestañear. Sergio se incrusta un último cigarro y prende fuego a una cuenta atrás de papel blanco. El gordo se sienta con una nueva porción y unos Nuggets de pollo, a lo que Sergio no puede evitar reparar en las cuantiosas manchas de tomate que recubren los labios de su acompañante, dándole la apariencia de un payaso. Mira el reloj. Se convence. Tras llevar durante toda su estancia en el local sin despegar los labios, trata de concienciar al gordo sobre la situación. El gordo le comenta sarcásticamente que llegará a pedirse el desayuno y Sergio propina una calada tajante al cigarro. No, esto no debe ser. Esto no es bueno para ti. El gordo no oye, no quiere oír. Sigue comiendo. Termina sus Nuggets. De verdad, para, vámonos de aquí. Te llevo a mi casa a dormir, se que estas solo, que no tienes casa. No tienes que castigarte. Sin levantar la mirada del plato muerde la pizza, sorprendentemente rápido se la termina y se queda quieto. Márchate de aquí, yo aun no me voy a ir, tengo hambre. No tienes porque quedarte si no quieres. Nadie te obliga. Sergio desliza su silla hacia atrás, se levanta, y apaga la colilla. Se guarda las manos en los bolsillos y sin mediar palabra se marcha del local. Sin poder evitarlo, echa un último vistazo a través de la puerta trasparente, y ve al gordo, que está pidiendo una vez más para sorpresa del cocinero.

Rubén se sonríe con su tío mientras le cuenta aquel sueño, que no puede evitar reír de vuelta mientras continúa con la labor. La edificación que les rodeaba eran tres paredes grisáceas con espejos y que todavía está en construcción, en medio del polígono. A sus alrededores solo carretera y unos cuantas naves que se veían a lo lejos. Rubén desatendiendo su labor, pensaba con todas sus fuerzas en aquel sueño que trataba de retener en la memoria. No era la primera vez que olvidaba una gran historia que había sido provista por la mano de la inspiración en sueños. Su tío percibe que no esta colaborando y le regaña para que vuelva al trabajo. Sin embargo, Rubén, debe encontrar una manera de guardar aquella información. El frío que siente en sus brazos le da una idea. Entra en la estructura y se fija en los espejos empañados por la condensación. Y sin mediar palabra, comienza a dibujar un pequeño esquema con todos los elementos de su sueño, tratando de no perder ni un detalle importante y observando que alguno de ellos ya le resultaban desconocidos; como si ya hubieran emprendido su camino fuera de la memoria. Tras esto, soluciona el nuevo problema cogiendo el móvil y fotografiando el espejo, enfocando desde diferentes ángulos para recoger las escrituras del espejo en su totalidad. Su tío, que ha levantado la vista un segundo para ver si su reprimenda ha puesto a Rubén a trabajar, sarcásticamente le indica que así no se va a acordar. Después de decirle esto, empieza a reír pensando en el estúpido de su sobrino.

El gordo se levanta de su caja de cartón, y comprueba la lata vacía. Entre céntimos y monedas de euro, reúne unos diez euros. Con la camisa se restriega los labios quitándose las manchas de tomate seco. Algunas de ellas están tan duramente incrustadas, que las pellizca para quitarlas sintiendo unas leves punzadas de dolor por los escasos pelos de bigote que se arranca en el proceso. Con un agudo dolor de espalda se levanta poco a poco, mareándose, pero consiguiendo erguirse al final. Emprende camino al bufet una vez más. Serían las 2 de la mañana, tampoco le importaba. Lentamente recorría la acera vacía de la avenida que llevaba hasta su sancta sanctorum. Hasta que se hizo el horror. Las luces apagadas no fueron el indicativo del declive. Fue la puerta que no se abría, pese a sus inmensos empujones, lo que le hizo saber que aquella noche el bufet estaba cerrado.

Paseaba tranquilamente por el arcén del quitamiedos por aquella carretera, total, Rubén sabía que no habían coches por allí a esas horas. Golpeaba una piedra mientras pensaba en aquel sueño y caminaba bajo la luz de la luna con un frío un poco mas taimado. Las naves industriales se repartían alejadas unas de otras en la lontananza, y el aire soplaba entre los orificios de los ladrillos y los guijarros del camino, rebosando el viento de dulces silbidos. Estaba ensimismado en aquel ambiente cuando de pronto le sorprendió el espectáculo que se sucedía en una nave iluminada, no muy lejos de el. Un hombre oblongo, de pelo escaso y de andares patizambos se acercaba desde la oscuridad del terreno baldío, de entre los matorrales. Con sus brazos cortos acompañaba sus torpes pasos de tonel viviente en dirección a la puerta de la nave. Era una nave de distribución de una famosa marca de pipas y aperitivos, y pudo distinguirlo Rubén en el camión aparcado en la puerta de la nave, en el que no había reparado anteriormente. Ahora que se fijaba, dos hombres descargaban cajas mientras aquel gordo se acercaba a trompicones a la puerta, hasta quedar descubierto bajo la luz de una farola. El gordo comenzó a pedirles pipas. Pero no las pedía, realmente, las exigía. Las exigía como el que desesperadamente busca agua en un desierto tras andar días perdido. No era su día de suerte. Ven gordito, nos lo vamos a pasar muy bien tu y yo. Rubén tardo en comprender las palabras de aquel hombre en su totalidad hasta que se fijo en como se tocaba obscenamente la polla sin llegar a meterse la mano en los pantalones. Quizá si lo hubiera sabido no se estaría acercando a la escena cada vez más. El hombre dejo de manejar su pantalón y comenzó a correr hacia el gordo, que soltó un bramido de terror absoluto y comenzó a correr grotescamente. El hombre no apuraba el paso, parecía disfrutar de la persecución antes de hacerse con el culo de aquel gordo, que sabía que sería suyo tarde o temprano. La cara del gordo advertía una tonalidad blanca recién adquirida y un gesto de miedo absoluto. No dejaba de gritar. No dejaba de correr. Rubén tampoco podía dejar de dar paso tras paso y se acercaba cada vez más a la nave. El gordo de repente desapareció tras un par de contenedores, y su perseguidor por alguna razón comenzó a correr en su dirección. Hubo un sonido metálico y hueco, y tras esto, un silencio. Todo permaneció en silencio. Silencio. Rubén, con la misma facilidad que había apresurado el paso, se detuvo, tratando de camuflarse entre la noche, y haciéndose consciente del inminente peligro que corría allí. Ahora que echaba la vista atrás, veía como había bajado casi sin darse cuenta aquel terraplén que separaba la explanada de la nave y el arcén del quitamiedos. A su derecha se hallaba el camino de regreso arriba, y andando con normalidad trato de disimular y marcharse de aquel lugar. Una oronda forma asomaba exhausta tras los contenedores con una barra de hierro. Rubén se fijo en su cara sudada y fatigada, y en el cuerpo tirado a los pies del gordo. Una farola iluminaba al gordo, otra a Rubén. Se fijo en sus gafas, su calvicie, su cuerpo. Como no había reparado en aquello antes. Quizá lo había hecho, pero se había jurado a sí mismo que aquello era imposible. Quizá por ello no podía dejar de acercarse a aquella escena. Quizá por ello los iluminaban aquellas farolas. El gordo, asustado se fijó en Rubén a su vez. El gordo de su sueño. El gordo del bufet. Sabiendo lo que debía hacer, el gordo hizo acopio de sus últimas fuerzas y se lanzó al ataque contra Rubén, gritando como un poseso, agitando violentamente sus brazos mientras se tambaleaba hacia su víctima. Rubén comenzó a correr, casi de inmediato, entendió que iba a morir. El gordo jadeaba, sus rodillas flaqueaban, pero sus alaridos; pronunciados entre respiraciones entrecortadas, se iban reproduciendo más altos. Helaba la sangre. Con un súbito instinto de supervivencia, Rubén comenzó a correr en espiral, y al ver que el gordo le perseguía como perdido el raciocinio y al borde de la hipoxia, decidió seguir hasta cansarle. Las rodillas del gordo flaqueaban. O eso pensaba Rubén, que empezó a subir el camino raudo sin reparar en si aquel gordo dejó de gritar, o si se alejó de el. Llevaba un rato caminando por aquella senda en la que había acabado, diferente a la carretera de la que venía paseando, cuando una silueta se dibujaba en la oscuridad en dirección hacia el. Sinceramente, tembló, pero creyendo que podría darle esquinazo otra vez no receló en seguir caminando. Esta figura se iba aclarando, y tras estas surgían otras más. Aquel sendero era estrecho y se pronunciaba del relieve que lo rodeaba. En el lado izquierdo caminaba Rubén, mientras en la derecha personas tras otras seguían a las siguientes marchando en dirección opuesta. Hacia la nave.

Quino terminaba de escribir este texto en el bloc de notas del móvil, tratando de no olvidar aquel sueño; que ya se marchaba furtivamente de su memoria. Se esforzaba por retener la mayor cantidad de información, y aun así, notaba como ciertos detalles se escapaban. Se resignó a que así es como funciona la mano de la inspiración, que te bendice por tu tiempo limitado. Y se prometió escribir sus sueños nada mas despertar, para no volver a perder un detalle. Tuvo que dejarlo, porque atravesaba el arcén del quitamiedos de una carretera de camino a su trabajo en el polígono.

domingo, 12 de mayo de 2024

Recopilación de episodios históricos legendarios (6/7)

 LA CARRERA DEL GLORIOSO

Un nombre muy apropiado. Esta época dorada de la literatura sobre piratería, con obras como la isla del tesoro, nos remonta al siglo XVIII; más concretamente 1747. Durante la guerra del asiento, también conocida como “la guerra de la oreja de Jenkins”.

El Glorioso era un navío de línea español (un buque de guerra de tres palos con aparejo de velas cuadras (velas tropezoidales) y de dos a tres cubiertas artilladas), que portaba un tesoro traído de América. Por aquel entonces, países como Gran Bretaña y en su momento Francia se nutrían del pillaje, y les salía muy rentable establecer redes de espías en diferentes puertos conocidos. Aunque en este caso hablaré únicamente de los británicos. Estos aguardarían a que un barco recibiera un gran cargamento y avisarían a la comandancia, que pondría en juego sus respectivos efectivos. Es por esto que para cuando parte el Glorioso, ya habrían barcos británicos aguardando en las Islas Azores su llegada. Esto es porque por aquel entonces no existía un método para volver a América una vez llegado a Filipinas a causa de las fuertes corrientes del océano, y el viaje de regreso a la península una vez obtenido lo que se hubiera ido a buscar solo era posible encomendándose a la ciencia de la naturaleza, en este caso; a la corriente marina de Kuroshio o Kuro Shivo. Y aunque por suerte era un método eficaz para acelerar el viaje, no dejaba a los barcos directamente en el puerto de Cádiz, evidentemente, sino que continuaba hacia las Islas Azores. Normalmente, los navíos españoles se dejaban arrastrar, hacían aguas en las islas y aprovechaban para repostar fruta, agua y demás. Para ser más específicos acerca de este barco, el Glorioso, era un barco de setenta cañones, para más detalle; un navío de dos puentes muy bien armado. Este barco fue botado en la Habana en 1740 y estaba capitaneado por Pedro Mesía de la Cerda. Y su cargamento era de 4.000.000 de pesos en plata. Ahora que nos lo podemos imaginar con más precisión, reanudamos la acción.

El navío alcanza las Azores, y entre la bruma en un banco de niebla, desde el Glorioso se avista una formación inglesa. No sabrán cómo está conformada exactamente hasta que se disipe la niebla. Se trataba de una flota de diez buques ingleses, de los cuales tres son de guerra. El navío de línea Warwick de 60 cañones, la fragata Lark de 40 (La fragata es un buque de guerra concebido para actuar en misiones especializadas de escolta, guerra naval, antiaérea o antisubmarina, aunque puede disponer de sistema como de apoyo en otras misiones) y un bergantín de 20 (una embarcación de dos palos (el mayor y el trinquete) con bauprés y velas cuadras). Esto probablemente tendría su razonamiento táctico; pues el barco de línea era un barco potente pero pesado, la fragata que sería un buque mediano y el bergantín uno veloz y ligero.

Se establece el primer combate, y el primer movimiento lo hará el bergantín inglés que aprovecharía su tamaño y velocidad frente a un buque de línea para situarse en su popa, y desde allí barrer sus cubiertas. Sabemos que esta era la técnica más útil para rendir un barco; pues una bala de cañón desde popa atraviesa toda la cubierta y la sentina causando unos estragos que muchas veces llegaban a ser irreparables. Para evitar esto, los tripulantes del Glorioso trasladan rápidamente cuatro cañones de 18 y 24 libras a la popa e inician fuego; repeliendo finalmente al bergantín.

El comodoro Crookshanks, el líder de la flota, observa como el Bergantín ha sido repelido mientras prepara al Warwick para salir en camino y envía a la fragata con la intención de ganar tiempo y ponerse en línea con el navío español. La fragata acaba teniendo que retirarse esa noche con graves daños en el casco y en el aparejo debido a las andanadas del Glorioso. A las 2 de la mañana, el Warwick consigue ponerse en línea con el navío español; y tras una hora de cañoneo una andanada del Glorioso deja al Warwick sin mástil principal, sin aparejo, y el barco queda completamente inutilizado. Ante este espectáculo, prácticamente la flota británica se encontraba en sus manos, pero Mesía prefiere retirarse y no perder tiempo rematando al buque inglés, abandonando su objetivo principal.

Continúa su camino hacia España y realiza arreglos y reparaciones sobre el barco tras la contienda. Estos acontecimientos se sucedieron a mediados de julio. Para el 14 de agosto ya habrían alcanzado prácticamente el cabo Finisterre. En estas que el buque español encuentra de nuevo que salen a su paso una flota británica compuesta por el buque de línea Oxford de 50 cañones la fragata Shoreham de 24 cañones, y otro bergantín de 20. Estos le obligan a trabar combate, y tras una hora de cañoneo el Glorioso hace que los barcos deban escapar. Aunque esta vez, perdió el bauprés. Tras el combate deciden dirigirse a tierra y a los dos días llegan al puerto de Corcubión donde ya desembarcan la carga y llevan a cabo unas reparaciones mínimas con las que mantener la estabilidad del buque y llegar a Cádiz. El capitán Mesía que se plantea en primera estancia emprender rumbo al Ferrol deberá optar por continuar hacia Cádiz a causa de las condiciones climáticas.

El 17 de Octubre, durante el viaje a Cádiz, frente a las costas sureñas de Portugal se encuentra con un grupo de 5 fragatas corsarias inglesas, apodadas como La Familia Real. Esto porque todos portaban nombres de la familia real británica. Pues bien, el primero en acercarse al navío español será la fragata King George, y tras un breve intercambio de disparos queda fuera de combate. Poco a poco el resto de fragatas aprovechan para aproximarse paulatinamente al Glorioso para establecer combate contra él. Mientras todo sucede, al norte, desde el horizonte se puede divisar la llegada de un buque de línea inglés conocido como Darmouth; de 50 cañones. El galante trata de buscarle la línea de combate y comienza a disparar al Glorioso, con tan mala suerte que la primera andanada que recibió hizo blanco en la santabárbara (lugar donde  se almacenaba la pólvora en los barcos) y el navío saltó por los aires, muriendo todos excepto un estimado de 10 o 12 hombres. Tras esto, el resto de fragatas de la flota se retira.

El Glorioso, prácticamente inservible ya, a duras penas trata de alcanzar Cádiz; cuando el 18 de octubre un nuevo navío de línea inglés sale al paso. El Russell, con 80 cañones, que se une a las fragatas perseguidoras y acechan al Glorioso cañoneándolo y rodeándolo. Todavía defenderán el puesto durante todo ese día y toda la noche. Sin embargo, en la mañana del día 19, habiéndose quedado sin pólvora y sin municiones, con la tripulación más que extenuada y estando el barco en un estado tan deplorable; el capitán Mesía considerando imposible la defensa de la nave la rinde a los ingleses.

Éstos, sorprendidos por la fiereza de la nave, remolcan lo que queda del Glorioso hasta Lisboa; donde una inspección les asegura que el barco no podría entrar en el catálogo de la Marina Real británica. El capitán Mesía y la tripulación fueron trasladados a Londres donde fueron tratados con mucho respeto y admiración. Por su parte, tras el incidente de las Azores, el comodoro Crookshanks se enfrentó a un consejo de guerra que lo expulsó de la Royal Navy. Un detalle a tener en cuenta, es que para que un barco de estas cualidades se pudiera permitir rendirse, debían de haber sufrido un número de bajas superior al 50% y encontrarse en una situación apocalíptica prácticamente; pues si se rendían deliberadamente, así como Crookshanks podrían haber sufrido un consejo de guerra.

Shaolin (Prólogo)

 

Prólogo: el capullo florece   

El mundo gira, y el tiempo pasa. El movimiento es la ley sobre la que se erige la vida, y el destino es incierto. Hay quienes empuñarán sus espadas por un mesías, hay quien lo hizo por un profeta. Antaño, también lo hicieron nuestros ancestros empeñando sus esperanzas a los astros, e incluso a lo paranormal.

Pero también, hay quienes optaron por olvidar. Decidiendo sumergirse en el supremo conocimiento del ser, y el infinito arte de la meditación. Personas que aceptaron su naturaleza y su lugar en el espacio y el tiempo, como algo pasajero y fluido; que sucedió y sucederá; imposibilitando la quietud con la parsimonia del aprendiz, moviéndose eternamente en un ciclo ubicuo. Porque la vida es eso, movimiento.

Los poderosos shaolins, no solo dominan el supremo conocimiento del mundo, sino que por medio de la meditación conocen su función en el universo como entes no juzgantes; siendo la iluminación, la materialización final de un trabajo y esfuerzo mental y espiritual sin parangón; casi imposible para un humano. Pues por desgracia, para el ser humano el camino no es sino un medio para alcanzar un fin, y en el corazón de los hombres descansan las atrocidades cometidas contra las especies que plácidamente conviven, así fueran vecinos de la nuestra; y las cicatrices de los cuchillos de sus hermanos. Es así, que el poder juega un papel crucial en lo que un hombre realmente desea, por encima de todas las cosas; esto es, lograr sus sueños y cumplir su objetivo.

Los shaolins entrenan en dojos aislados, situados en parajes incomunicados e insólitos, donde residen sometidos a un extremo medio ambiental y a unas dantescas condiciones meteorológicas; preparados así para cruzar el más ardiente de los desiertos si hiciera falta o la fría tundra de Hokkaido. Aquí abandonan toda aspiración, meta o cometido para entregarse plenamente a la meditación y al seguimiento rígido y disciplinado de las enseñanzas budistas; buscando conseguir la iluminación, y el supremo conocimiento del mundo. Sin embargo ¿Qué implica para un shaolin alcanzar este supremo estado mental, cognitivo y físico?

El supremo conocimiento del mundo es un poder que los primeros maestros del budismo lograron hallar en sus propias mentes, como quien halla oro en una sima abisal; por casualidad. Tratando de alcanzar lo que ellos creían era la iluminación, consiguieron despertar algo opuesto, tan peligroso como revelador en las manos adecuadas.

Como seres vivos miembros del universo, formamos parte de la historia del mismo pese a estar ligados a él durante un breve lapso de tiempo. Las leyendas dicen que las estrellas dotaron a los planetas de movimiento; y así es que cada pequeño individuo en la basta inmensidad del cosmos, que así como un microorganismo en mi cuerpo habite un planeta, conserva un pequeño ápice de las estrellas.

Fue mediante la liberación espiritual que los primeros maestros budistas obtuvieron recuerdos nuevos en sus mentes; más longevos, más viejos… Los recuerdos de los astros. Con esto me refiero a las memorias del mundo. Al acaudalado río galáctico en cuya marea viaja el todo. Accediendo a éstas memorias del mundo fueron capaces de aprender, de observar y de escuchar;  sumergidos en un místico escenario con un solo puente rojo granate, donde no se alcanzaba a vislumbrar en qué lugar éste comenzaba y en cual terminaba terminaba. Este puente encima de un majestuoso y cristalino rio turquesa que arrastraba unas suertes de sábanas blancas transparentadas, las cuales apenas alcanzaba la vista por su cuantiosidad y por la presteza con la que se desaparecían del río; como si de expertos peces nadando a favor de la corriente se tratara, era el lugar al que estos maestros conseguían llegar.

Por el contrario, una vez llegados aquí, limitados eran los hombres que fascinados por esta nueva realidad gnóstica y estética consiguieron abandonar el puente sobre el que meditaban y observaban las aguas del mundo pasar.

Sucede que la iluminación no es sino el resultado de la comprensión del supremo conocimiento del mundo, que solo puede alcanzarse por medio de la liberación espiritual; esto es, la adquisición de las memorias del mundo. Buda, el primer iluminado; poseía el conocimiento previo de todas las reencarnaciones que lo llevaron a estar donde estuvo, cuando tuvo que estar y en las condiciones necesaria; y pese a ser conocedor de la existencia del supremo conocimiento del mundo gracias a esto, decidió ignorarlo. Buda, entonces, es erróneamente conocido como el primer iluminado; aunque es discutido si su sobrenombre “el primer iluminado” reside en  esta negativa a alcanzar la iluminación para sí, permaneciendo en la tierra como un guía para aquellos que quisieran alcanzarla y preservando la belleza en el terror de la auténtica iluminación a aquellos maestros que le precedieron.

No fue sino cuando sus aprendices, y los aprendices de estos decidieron imitar y estudiar los pasos de Buda; que esté lo confesó. A escasos días de abandonar su alma su cuerpo y perderse en el río del mundo, con el fin de preservar su legado humano, creyó en sus allegados confiado de que sabrían darle a este supremo conocimiento del mundo el correcto uso que él no necesito usar en vida. A este momento se le denomina “el primer pecado de Buda”. Tras esto, partió y murió en tierra desconocida.

(Nos fijaremos en uno de sus 6 aprendices)

(Al poco de morir Buda, Nepal) 

Seis shaolins meditaron en la postura del loto durante treinta días y treinta noches, sin probar bocado ni beber agua; todos ellos dispuestos en círculo al raso en la loma de una montaña helada. En aquella construcción de madera y mimbre, perforada y corroída por el tiempo, la nieve traspasaba las rendijas del techado filtrándose y cayendo suavemente. Se amontonaba en el suelo natural y en el tatami podrido en el que descansaban, cubriendo en pocos días a los seis shaolins; que, inmóviles, quedaron enterrados por el agua y el hielo. Las ventiscas incesantes tambaleaban un cuenco de madera del que comían los seis shaolins, dispuesto en el centro del círculo como recordatorio de que tras su última comida, no habrían de comer más. El vendaval mecía tras trémulas vigas hasta hacerlas chillar, desplazando los cimientos del lugar de izquierda a derecha; estaba claro que el lugar podría venirse abajo en cualquier momento.

(Uno de los seis, el primero y el último en despertar)

Del conjunto de nieve que rodeaba el suelo, surgió un nuevo sonido. Éste era pausado pero continuo, aunque sordo; recordaba a un rastrillo que se desliza sutilmente por la arena. Cada vez más, el sonido iba cobrando forma, hasta que a esta melodía de rastrillo se sumó una nueva sintonía; ésta, la del grano cayendo al fondo para rellenar el espacio recién vaciado, marcó un arco creciente y concluyó en tres paladas y el derrumbe de un montículo. A fuerza de arañazos y dentelladas surgió del montón una famélica figura que se arrastraba en la oscuridad del cielo nocturno de la montaña, ahora bañado en un negro punteado con numerosos trazos blancos indelebles; que no se arrastraban por la voluntad de Bóreas, sino que adornaban la bóveda celeste como linternas. Tan enjuto era su cuerpo entumecido y necrosado, y tan morado; que contrastaba con la nieve por la que se arrastraba, adquiriendo este tono extraño por el pasar de su circulación que se debatía por diseminar sangre a sus extremidades congeladas; entremezclando su piel morada con negros y amarillos blanquecinos. Entonces se detuvo, impotente, y reparó en que estaba ciego. Y fue entonces que quiso escuchar y comprobó que también estaba sordo. Inválido y prácticamente paralítico, se recostó en el frío suelo, tendiéndose boca arriba como pudiera. Y apuntaba, con la que le falta a la esfinge, hacia lo que debiera ser  la estrella polar (especialmente reluciente esta noche) cuando recordó ¿Qué es lo que hacían allí estos shaolins? ¿Qué los habría llevado a morir a esta montaña, en estas vicisitudes?

(Un templo amarillo por la luz, de piedras beige y palmeras verdes entre chorros de agua azul desembocantes de dos cabezas de león; éstas dispuestas sobre un arquillo de manera simétrica en lo que serían las esquinas trazado este arco sobre un rectángulo. Una alfombra roja recubre cuatro escalones que no son altos, pero son anchos; sin embargo el arco se erige sobre una especie de suelo en lo alto de estos cuatro escalones que llegan desde los cuatro lados de este cuadrado en el que otro cuadrado entre cuatro cortinas se extiende. Este arco está dispuesto junto a otros tres, cada uno en un lado del cuadrado erigido sobre las escaleras, haciendo de entrada a la habitación encortinada. En la habitación encortinada entre cojines se encuentran las posesiones más preciadas de los noventa y nueve shaolins que en el agua que circunscribe esta plataforma se hallan meditando. Sin embargo, sentados en el último escalón, antes de pasar a las cortinas; seis shaolins llevaban desde que Buda abandonó la estancia hace setenta lunas meditando de pie.)

Tras la marcha de su maestro, como cabría esperar de sus más leales aprendices, decidieron encontrar la iluminación a cualquier coste; más bien, lo que Buda les hubiera dado a conocer como meditación antes de revelarles la verdad. Siguiendo así, los noventa y tres, una vida dada al autoconocimiento y la meditación; mas éstos seis ansiaban pasear por el inmenso puente rojo que Buda les describió guardándose una vez llegados allí, por supuesto, de observar las aguas o meditar. No obstante, no fue mucho el tiempo que pasó cuando recibieron noticias sobre su maestro, venidas de mano de un mensajero gimnosofista que habitaba en las montañas y que servía al templo por puro altruismo. Traía este siempre noticias de aquí y allá que eran de gran interés para Buda, y dada la ausencia de éste, ningún shaolin esperaba volver a verlo jamás. Éste les anunció que su maestro había sido asesinado en su lecho de muerte, por un hombre de identidad desconocida,  que desapareció a la luz del día tras el incidente.

Tranquilizados recibieron ésta fatal noticia; pues ellos sabían cuál no sería el último deseo de Buda, la venganza, y pese a no tomar represalias estimaron oportuno tenerlo en sus oraciones y pensamiento. Sin embargo, una inquietud les impedía aceptar la verdad. Ignorantes de la condición de su maestro y de su muerte inminente, no podían dejar de pensar en el culpable de semejante fechoría; en el hombre que asesinó a Buda. En su cara. En su voz. Irrumpía en los pensamientos de los shaolins como una incógnita, como una idea persistente y mordaz que se agarraba a sus psiques; yendo y viniendo de manera reiterada, clavada como una astilla en la piel.

Fue entonces cuando éstos, los seis shaolins más expertos del templo, decidieron partir a las montañas y recluirse en un desvalijado monasterio en la loma; donde meditarían hasta alcanzar la súbita y total comprensión del supremo conocimiento del mundo. Así, consiguiendo conectar con las memorias del mundo, podrían sumergirse en busca del rostro del asesino de su maestro; acallando así para siempre esta gran incertidumbre. Sin embargo, los shaolins eran plenamente conscientes de que este no era sino el paso previo a la venganza. Los demás shaolins les hicieron abandonar el templo, apilando sus túnicas de la habitación cortinada en la entrada. Pues sabían que tal decisión no llevaría a los shaolins a ningún lugar, salvo al odio y al sufrimiento.

Aun así, partieron al alba con sus túnicas y seis sombreros de paja confeccionados al momento de su marcha como único equipaje en su periplo. Alejados del templo ya, se inmiscuyeron en la crueldad de la montaña con el objetivo de hallar un lugar donde meditar, he aquí que recordaron este monasterio. Avanzaron sin miedo guiados por sus atléticas piernas. Impasibles ante el frío y la nieve, al déficit de oxígeno, y al hambre y sed; cruzaron grandes extensiones de roca maciza y hielo, alcanzado finalmente una vieja fortificación que aún se tendía en pie como un enorme punto marrón que se perdía en el accidente. Tras alcanzarla, tiraron sus sombreros y se dispusieron a entrar. La puerta estaba desvencijada y solo quedaba la parte derecha, por lo que entraron sin dificultades. El suelo de piedra, estampado con esquirlas y escarcha, adornaba con unas pequeñas raíces que florecían costosamente de entre la roca hasta llegar a un falso suelo en forma de tatami; en mal estado por la podredumbre y el musgo, pero que curiosamente había mantenido sus propiedades sonoras en las zonas que quedabas estratégicamente resguardadas de los copos por el cochambroso tejado. Uno de los shaolins sacó un cuenco de madera en el que había ido recogiendo bayas y raíces durante su ascensión a espaldas de los otros cinco; excepcionalmente, no dispusieron de este acto reprochable como debieran y comieron del mismo cuenco.

Terminaron, y sin mediar palabra, depositaron el cuenco en el suelo y se posicionaron en círculo conforme a éste, y adoptaron la pose del loto.

(El marchito shaolin de sentidos embotados, con lágrimas en los ojos, recuerda cómo llegó hasta allí. Siente una vibración en el suelo, y nota su cuerpo desplazarse. Cuando empieza a abrir los ojos, observa a un asiático con el pelo recogido vestido en un traje rojo con adornos esmeralda, y un gallo dorado estampado en la espalda. Repara en que vuelve a ver)

¿?: Si mis ojos no me engañan, y lo hacen, diría que os sumergisteis a morir a la nieve como polillas sin luz; como adalides sin Dios, como huérfanos sin padre. ¿Qué acaeria en tan desatendido lugar para que fuese de necesidad para, ni más ni menos, que seis de los shaolins de Buda asistir? (El shaolin observa de arriba abajo la estancia; es una suerte de cueva excavada en la montaña, colmada de cristales de un azul vivo que irregularmente crecen de entre la roca y que ofrecen una tenue luminiscencia; sin embargo a razón de su cantidad, la habitación se percibía de manera clara. Él se encuentra tumbado en una alfombra dispuesta en una roca horizontal y de escasas protuberancias; y el asiático se encuentra arrodillado en frente suyo con una botella adornada con serpientes doradas y ojos de jade. Un pozo casi perfectamente redondo, se encuentra entre ambos como método de separación; de este pozo desprende un brillo azul similar al que emanan los minerales de la cueva aunque con un tono ciertamente más claro; el brillo del pozo se refleja en la cara del asiático y en el techo natural de la cueva en una suerte de media luna blanquecina color miel con líneas que se perdían en la transparencia pero que la atravesaban perpendicularmente; así dispusieras las líneas de un reloj, en sentido contrario, desde las doce hasta las siete.)

¿?: Mentira es si digo que careces del conocimiento para responder cuantas preguntas deseo hacerte, pero por ahora me conformaré con que respondas una; ¿Qué hacíais tú y tus camaradas; adeptos de la enseñanza y emisarios de la meditación en tan destartalado lugar? ¿Acaso es necesario señalizar tan cruento lugar a simple vista? O por el contrario, ¿Acerté en mi primera proposición, en la primera que oíste, y sois vagabundos de una ciudad sin casas; perros de un coto sin cazador, que ibais a inmolaros por el noble y ya fallecido Buda? No temas hablar, pues aunque he sanado tu sordera y ceguera, tu lengua se encontraba en perfecto estado cuando te saqué de la nieve y te traje aquí. (El Shaolin, tratando de recordar algo más de lo sucedido, reniega de ello y rompe su silencio)

Shaolin: He aquí que estoy yo, y te digo que ni yo mismo sé que ha sucedido; pero te pido, antes de responder a tus preguntas que de seguro te serán satisfechas, que respondas tu a las mías ¿Dónde estamos? Y más importante ¿Quién eres tú, que alardeas de haber salvado mi vida?

Lao-Tze: Las preguntas hubiera preferido recibirlas así como te las voy a contestar, de una en una, pero haciendo galantería de mi renombrada sabiduría pasaré por alto tus malos hábitos en el milenario arte del diálogo; y contestare, pues, éstas tus cuestiones: Yo no soy otro que el que soy; el dragón volador, inspiración para una centena; que digo centena, miliada, que digo miliada, para un millón de filósofos; y úlcera y enemigo de un millón de dictadores.  Mi nacimiento fue anunciado por el cometa y aleccioné a Confucio el de las analectas. Tambien soy servidor del emperador de Jade, y precursor en la tradición de los herméticos. (Shaolin quedó impresionado por aquel que se encontraba frente a él, y por todas las cosas que decía haber hecho)

Shaolin: Te rindo pleitesía ahora que se cuan orgulloso eres, y con razón, pues no es para menos; inspiración y enemigo de un millón, predestinado por el cometa, aleccionador de Confucio. Mi más sincera gratitud por haber salvado mi vida de la fría nieve. Sin embargo, ahora que comprendo tus calibres una ligera idea viene a mi mente ¿Pero cómo es que has salvado mi vida, y más concretamente mis sentidos, si estos eran irreparables? (Lao Tze mirando el pozo y rellenando la botella)

Lao-Tze: Que la gracia sea conmigo no es deseable, es un bien que se me ha concedido a desgana. No es necesaria, por tanto, tu gratitud. Y sobre tu pregunta; quizá en tu entelequia mis conocimientos alcanzan cuanto menos los de un clásico gran sabio, y en efecto me son conocidas las artimañas de la medicina  de todo oriente y sus complicados métodos. Pero debo reconocer, que no hay sabiduría de hombre que hubiera podido sanar tus lesiones; aunque no está en mí juzgar al hombre futuro que me superará. (Mirando ahora a los ojos al Shaolin) Entiendo que no conoces la naturaleza del suelo que pisas ni la del aire que respiras, como un niño, no sabes nada; incluso ahora que sanaste, caminas ciego y sordo. Déjame ahora que alumbre tu mente como el delicado candil. Estás en Shangri-La; la tierra eterna, y yo; Lao-Tze, soy su administrador. Las aguas que ves en este pozo, son las aguas de la eterna juventud, y los cristales que nos rodean y que iluminan la estancia, son los sabios que aquí han vivido y salvaguardado el secreto  de Shangri-La; llegados su hora, todos se redujeron a brillantes cuarzos azules, y aquél su brillo son sus almas que todavía reposan en paz infinita. El hecho de que te hayas recuperado, debería ser un símbolo de que estas aquí por si tu incredulidad todavía no te permite ver lo que tienes delante. (Shaolin contiene el aliento y escucha atentamente sin dar crédito a lo que oye) Sin embargo, no podría decir exactamente cómo es que así ha sido; pero creo que no nos toca a nosotros juzgar las normas de este lugar. Llevo cientos de años bebiendo de las aguas, recopilando el conocimiento del mundo que se nos ha sido transmitido a nosotros en canciones que cabalgan el viento pero que solo los elegidos por Shangri-La y el Gallo Dorado podemos escuchar. El Gallo Dorado es el eterno amanecer, símbolo de nuestra eternidad. Aguardo el día en el que finalmente adopte la forma de uno de estos cuarzos para sumarme a los sabios que me antecedieron; como si de una estrella recién nacida en el firmamento se tratase. Mientras tanto mi tarea es hablar todas las lenguas, y no solo hablarlas sino escucharlas, pero no solo escucharlas; sino leerlas.

Shaolin: No es sencilla tarea la que aquí desempeñas. A tus pies me pongo y reconozco que tan profundo eres en el arte de aprender. El más profundo que hubiere conocido, si no fuera por un hombre que fue mi maestro y que tú conoces.

Lao-Tze: Bien has hablado, porque ese hombre me era más que conocido y debo decirte que era bienhechor a ojos de El Gallo Dorado. Pero debo decirte que a todo esto, aún no me has revelado que te ha traído a esta montaña, si te eran desconocidas todas las leyendas y cuentos que apuntaban a ésta como el legendario lugar donde pudiera hallarse Shangri-La, entiendo que habéis venido a morir por el gran Buda; que tuvo agonía cuando tuvo que tener calma.

Shaolin: Me explicaré pues sin más demora: El maestro abandonó el templo liberando su conciencia antes de partir, y se nos fue revelado a mí y a los de mi orden la auténtica naturaleza del conocimiento, y claro está, la iluminación.

(Lao-Tze escuchaba atento sentado de rodillas; mientras asentía, su moño blanco temblaba, y se atusaba la fina pero inmensa barba blanca con la mano derecha)

Yo, y cinco camaradas de mi templo fuimos expulsados por querer cumplir venganza, en vez de cumplir con la voluntad de nuestro maestro y querer pasear por el inmenso puente rojo sin principio ni final, guardándonos por supuesto de mirar las aguas o meditar. Así pues, emprendimos la marcha y tras numerosas millas nos adentramos en esta montaña en busca de un viejo monasterio que efectivamente encontramos: Quizá no lo sepas (Lao-Tze frunció el ceño) pero ese monasterio fue un día de gran importancia en la vida del gran Buda, y dado el carácter de nuestra empresa, aquel no era sino el mejor lugar.

Lao-Tze: Pero no esperaríais volver con vida, ciertamente.

Shaolin: Verdad dices pues no era esa nuestra intención. Nuestro cometido final era encontrar en las aguas que fluyen debajo del puente el rostro de aquel que asesinó a Buda en su último suspiro, y morir físicamente en paz contemplando aquel espectáculo eternamente en la mente, también en contra de lo que Buda nos aconsejó.

Lao-Tze: No hallo el sentido de tus palabras, pero me es conocido el fatal destino que sufrió tan valeroso hombre y de tan agraciadas cualidades; Crueles son los tiempos que corren, porque los que corrieron ya son mito, pero la violencia del mañana poco tiene que envidiarle a la de hoy. Sin embargo, también caprichoso es el destino; y no te niego si te digo que me resulta extraño el futuro, solo porque será diferente del presente; pero igual que el pasado. Desafortunadamente, tal vez no fuera Buda el perfecto ser que aguardaba el destino, como si no terminar así. No olvides, Shaolin, que Buda era Buda; pero que antes que eso era hombre.

 (Lao-Tze terminó de decir esto y perdió la mirada una vez más en el pozo)

Shaolin: Pues como así éramos nosotros, conferimos que este conocimiento que nos brindaría la espada de la venganza y simultáneamente el yugo del buey nos era menester.

Lao-Tze: ¿Y cómo es que estás aquí? ¿Cómo es que no sufriste el destino de tus compañeros? Pues cuando te encontré en la nieve; advertí 5 montículos más que permanecían tapizados, mientras que el tuyo se había desprendido, de hecho, apareciste unos centímetros más lejos.

(Shaolin agachó la cabeza haciendo ademán de vergüenza, y Lao-Tze, que no estaba mirando, se percató y dijo)

Lao-Tze: Si miedo es el que te trajo a esta montaña, ¿Por qué te cuesta tanto admitir que fue él el que te trajo también hasta mí?

(Shaolin miró a Lao-Tze, a sus ojos negros)

Shaolin: Los vi a todos ellos, a todos. Pensé que debían de ser decenas, pero eran cientos. Todos miraban las aguas en la postura del loto; hasta donde alcanzaba la vista, habían hombres y mujeres sentados sobre el gran puente rojo. Comprobamos que ninguno sentía dolor, pues pellizque a uno de aquellos cuerpos a traición esperando sacar un chillido, un resoplido. Sin embargo, dado nuestro duro entrenamiento no nos resultó extraño. Así que no me contuve y empujé a uno de esos hombres a las aguas, y como si de una hoja se tratase, cayó sin ofrecer mayor resistencia. Mis compañeros quedaron asombrados por mi atrevimiento, y me miraron con desdén; pero yo tenía que comprobar que tan lejos estaba lo que mis ojos creían ver de lo que realmente estarían viendo; quería comprobar, asegurarme, de que eso lo que estaba viendo no era un sueño. Aunque debo decir, que ahora que lo recuerdo, me pareció más bien una pesadilla. En fin; una vez llegados allí, sabíamos muy bien lo que habíamos y lo que no habíamos de hacer; y aun así nos costó en gran medida hacer cualquiera de las dos cosas. Uno de mis compañeros se sentó en el límite y se cruzó de piernas; exhaló y espiró, e irguió la espalda despejando sus pensamientos y alcanzando la pose del loto, empezó a meditar. Relajadamente comenzó a bajar su pulso, mientras poco a poco su fortalecida espalda dejaba de bambolearse; hasta que finalmente se detuvo. Cuando le tomé el pulso, estaba muerto. Sin embargo, permanecía en su posición; mirando al agua en una suerte de posición imposible para el cuerpo humano cuando deja de poder controlar sus gestos a voluntad. Debo admitir que fue aquello lo que me acobardó.

Lao-Tze: Sigo sin entenderlo; vosotros alcanzasteis la loma con un único propósito, y una única posible  consecuencia, que era morir ¿Cómo es que sentado tu cuerpo en el suelo de aquella decrépita construcción, no quiso tu alma sentarse en ese puente que mencionas?

(Shaolin le retira la mirada a Lao-Tze y comienza a llorar)

Shaolin: No me tengas por hombre de débil corazón por éstas lágrimas; ni por el miedo que ahora te diré que sentí; ni por la estupidez de mi raciocinio. (sollozando) Mi deseo personal, intransferible y primoroso no fue ni ha sido otro que el de vengar a mi maestro; el de acabar con la vida de quien a tan benevolente ser se la quitó primero. Y ni muriendo en la montaña, ni meditando en el templo iba a ser capaz de alcanzar tal hazaña. Si bien el miedo que me infundó la muerte de éstos, mis compañeros, en tan contradictoriamente bello y lóbrego lugar tuvo un gran impacto en mi decisión; fue el miedo final que tuve a no cumplir mi venganza el que de sorpresa se abalanzó sobre mí, y el que me inmovilizó y me hizo querer salir del gran puente rojo. Solo sé que en cuanto formulé esta idea; cayó como una gota de petróleo en el mar y si el agua bien fueran mis pensamientos, quedó completamente turbada. Seguidamente me encontré envuelto en un calor ardiente pero muy húmedo que abrasaba mi piel, y traté de arrastrarme hacia lo que en mi negra periferia adiviné como salida. Luego oí un vibrar y perdí la consciencia.

Lao-Tze: La estructura finalmente cedió a la intempestiva ventisca, probablemente sería esa la vibración que sentiste. Si así me dices que todos tus compañeros ya habían muerto, colmas mi corazón de tranquilidad, pues temía que al contarte que fueron aplastados por la estructura, y evidentemente aniquilados en el acto, salieras a desenterrarlos para comprobar esto con tus propios ojos. No puedo ofrecerte en éste sagrado refugio más hospedaje que el de ésta noche, y la siguiente a esta. Se sabio y reposa en éste ambiente curativo, preescrito para cualquier mal como su remedio, y mañana al amanecer planearemos, si es que es posible, tu venganza. Pues si eso es lo que te ha traído hasta aquí, no puedo sino simpatizar con tu objetivo. Ahora vete a descansar; esta noche te tendré en mis oraciones.

(Shaolin asiente, hace una reverencia desde el suelo y se recuesta en la alfombra mientras escucha el ruido de unas cascadas que no ve y que probablemente recorran el interior de la montaña. Se duerme)

 

 

 

 

El hombre con fobia a las emociones

 

Isaac del Amor era un estudiante joven de unos veintidós años de edad y de intenciones colmadas de alevosía. La mañana, como siempre, se erguía joven y fútilmente rellenaba los edificios enladrillados en crema por donde quisieran pasar los rayos de su sol. Las tibias penumbras de la madrugada se difuminaban y se diluían en los tintes morados que iba adquiriendo el firmamento antes de teñirse en un suave naranja amarillento. Las farolas hacía tiempo habían apagado sus luces, y la nube azul de la calle iba clareando a medida que la noche daba paso al día. Aquella ciudad de cotidianos pobladores y desconocida reputación se describía como un pasaje, que aunque urbano, no dejaba de formar parte del inmenso y precioso cuadro que tergiversaban los astros. La casa de Isaac del Amor; era una casa de un tamaño bastante estándar, y formaba parte de los amplios bloques de edificios que acompañaban a los dos de sus lados, y así sucesivamente hasta bañar la calle de costas de cemento habitables. Su familia, de reputada tradición vinicultora, había adquirido unas cuevas en una nava de un pueblo oriundo a la capital. Ostentaban el suficiente patrimonio como para no tener que visitar las instalaciones de trabajo familiar más que por gusto. Éstas eran dirigidas por su abuelo; el lince de Jovellanos. Sobrenombre adquirido dada la picardía de este sujeto en juegos de azar (sobre todo el mus). Este lince, era un auténtico tramposo; y sin embargo su fría y pragmática metodología (además de su evidente astucia) le habían llevado a poder amasar una cantidad de dinero considerable, además de afanarse el título de persona non-grata en algunos casinos. Entre otros, los Grandes Casinos de Albacete y Murcia capital. El padre de Isaac, el otro propietario del negocio, le había hablado alguna vez de las costumbres y hábitos de su abuelo. Una persona tan tibia como desproporcionada y menuda. Un auténtico monstruo como Lope. Según le habían contado; nació en una casa de necesidad consumada y tuvo que, desde bien joven, buscarse un empleo para traer un sueldo a casa.

El padre de su abuelo, es decir, su bisabuelo; fue el dueño legítimo del Gran Casino de Murcia y por tanto la familia de Isaac gozaba de una ambrosiaca y abundante fortuna.  Sin embargo y para desgracia de su linaje, el juego no fue ni mucho menos un descubrimiento de su abuelo. Y este hombre, Juan del Amor, volvió un día a su casa tras su noche de ronda como de costumbre. A altas horas de la madrugada despertó a su familia, los reunió en aquel amplio salón, y les informó que había perdido el Casino en una mano de mus. No solo eso, comentó a aquellos perturbados espectadores, también su casa; y habrían de abandonarla de inmediato. Así fue como su bisabuelo abocó a su familia a una vida de miseria material tras haberlo tenido todo ¿Pero no nos sería más complaciente tacharlo de cualquier cosa, si no supiéramos que debido a este hecho se suicidó apuntado el cañón de su viejo rifle en su boca?

Ciertamente, el dolor de su memoria endurecía los corazones de la familia de su padre, y por ello sobre este asunto no conocía sino las retransmisiones del relato por parte de su padre, David del Amor; y muchos de los detalles mas escabrosos e interesantes se escapaban de su conocimiento. Cuentan las malas lenguas que Pablo del Amor, padre de David y abuelo de Isaac, tuvo que trabajar desde muy joven por su familia; y también contaban que era un agarrado embustero. Bien, así era. Pero detengámonos en su trayectoria: Primero comenzó como un limpiabotas y su sueldo no era ni más ni menos que el que alcanzaba la voluntad de los viandantes y sus escasas dotes comerciales. En uno de aquellos días de laboriosa enmienda; le llamó la atención un puesto vecino de aquella calle ancha y ruidosa. Un hombre jugaba con unos vasos y una bola sobre una mesa desplegable; y alrededor suyo se cernían oleadas masivas de personas que se agolpaban para observar el espectáculo a expensas de los que hubieran llegado primero o fuesen mas altos. Al lado de estos tres vasos, una pinza con dos billetes de cincuenta euros y unas manos que palmeaban la mesa efusivamente tratando de conmover y provocar a los espectadores. Cuando terminaba de pronunciar las palabras de su discurso (aunque más ben lo interrumpieron), un dedo acusador señalaba uno de los tres vasos. El feriante echó un vistazo e hizo una mueca de dolor que pudo convencer a todos que temía haber perdido la contienda. Todos callaron y contuvieron el aliento, hasta que levantando el vaso del medio se inclinó hacia atrás abriendo los brazos a horcajadas y emitiendo un irónico ruido de desazón. Se vanagloriaba el artista en su artimaña y desglosaba cómodamente palabras calmas, incitando al jugador a un doble o nada. Mientras balanceaba sus labios, sus brazos surcaban el aire alcanzando rápidamente la pinza y poniendo otros 50 euros de su propio bolsillo. El jugador lo pensó dos veces; aunque finalmente se resolvió a participar y adscribió otro nuevo billete de 50 euros a la suma. El público declamó alabanzas y exaltados se disponían de nuevos en sus sitios improvisados para contemplar el espectáculo del trilero. Como queriendo satisfacer la incontinencia pasional de su audiencia, colocó la bola de color azul oscuro en el centro de la mesa solo para taparlo con un vaso y disponer otros dos a sus lados. Comenzó a mover sus manos como el digno prestidigitador que era;  y lo que en principio aparentaban movimientos sencillos se empezaron a tornar en movimientos que confundían a cualquiera que siguiera la bola. Hubieran podido distinguirse docenas de córneas que apuntando al vaso contrario de otras tantas decenas  de otras tantas docenas; aun habrían estado mirando el vaso equivocado. Cuando culminó con su actuación, se quedó mirando al jugador. Este se rozaba los labios y perilla con los dedos tratando de discernir su decisión final del abundante índice de pensamientos y apabullantes gritos que dictaba aquella muchedumbre que empezaba a colocarse a ambos lados del jugador para conocer el resultado antes de que el trilero siquiera pudiera expresarlo. Finalmente señaló uno, y el trilero; con un nuevo redoble, levantó el vaso señalado solo para contemplar el escarnio del jugador. Se llevó las manos a la cabeza y empezó a dar pequeñas vueltas en círculos agonizando por su craso error. En cambio, el actor, muy elocuentemente elaboró una despedida digna de un profesional; habiendo guardado los cuatro billetes antes de que nadie lo hubiera advertido. La gente se miraba entre ella, tratando de notar primero que nadie al nuevo candidato para el juego. Otro hombre se animó; y allí entendió Pablo del Amor la gracia de aquel juego. La apuesta no era una proposición del trilero. Uno no tenía más que llegar allí y poner una cifra, y el artista; te la doblaba. Si una vez ganabas o perdías, aceptabas la invariable apuesta del trilero de un doble o nada. La apuesta se volvía a doblar, pudiendo ganar el feriante en una sola jugada unos doscientos euros. Esto a Pablo, no en vano, le pareció una verdadera mina de oro.

Mientras pensaba esto, el trilero continuamente despachaba nuevos jugadores y Pablo, descuidando su obligación; pasó el resto del tiempo que estuvo aquel artista en la calle observando sus movimientos. Los encuadraba para poder traducirlos en gestos y trataba de memorizar cualquier detalle que pudiera ser de gran importancia. Cuando el feriante hubo terminado, recogió la mesa plegable, los dos palos de hierro, la cuerda, la pinza, los vasos y las bolas azules ¿Las bolas azules? Habiendo reparado Pablo en la naturaleza astuta de aquel juego; sintió como se sacudían sus tripas como si un impertinente miedo poseyera su cuerpo. Continuó observando a aquel caballero de no muy alta estatura, que definitivamente abandonaba la calle. Finalmente; desapareció como las almas al alba y Pablo, constreñido en su emoción, marchó de igual forma de vuelta a casa.

La jornada había concluido y sin embargo, sus ganancias eran poco más que paupérrimas. No consiguió reunir ni la mitad de lo necesario para poder ser recibido por su padre en son de paz. Al contrario… Al regresar probablemente le esperaba una buena paliza. Ya que su padre; que ciertamente no predicaba con el ejemplo, se tomaba muy en serio su trabajo pues según le decía el “era una cuestión de estatus”. Él, a diferencia de  Pablo, no trabajaba; sin embargo esto no se debía a alguna clase de dificultad física; ni siquiera su incipiente arrojo por la bebida era la respuesta a porque su padre llevaba desde que murió su madre sin trabajar. Como bien digo, según Juan, el trabajo era cuestión de estatus. Según él, había logrado acumular la suficiente fortuna como para mantener a su familia y dos generaciones de ésta. Que lo hubiera perdido todo ni quita que en un momento dado de su vida lo hubiera conseguido. Por su parte y en su opinión, poco más tenía que aportar más allá de su estómago a la hora de repartir los platos. Y no solo eso, él; impresionante empresario, mandatario del Gran Casino, no tenía inconveniente en “disciplinar” a cualquiera de sus hijos así como lo hizo con la difunta madre de Pablo a la que golpeó hasta matarla. Una de esas situaciones en las que se requería de su disciplina, podría darse si Pablo regresaba con menos dinero que el día anterior. La regla, injusta o no, había de verse cumplida. Pablo se encontraba ante los dos escalones blancos que elevaban la puerta de su casa. Temblando las manos, se apresuró a timbrar cuando se fijó en que la puerta estaba abierta. Siguió andando desde el recibidor al uso, minúsculo; hasta el pasillo. Cuando se giró y descuidadamente observaba los alrededores contempló la ventana que daba al patio de luces de la comunidad vecina. Un dicharachero perro se paseaba por el pequeño espacio como si este fuera completamente suyo. Pablo deslizó la vista atrás, y donde se hubieron dispuesto en su día unos barrotes de hierro para colgar carne seca; colgaba la pálida carne de su padre con los sesos desparramados a sus pies junto a su viejo rifle de caza.

El domador

 

Francisco era un hombre de cuarenta y dos años que trabajaba en el circo desde que era joven. Nació en una comarca boscosa de Galicia, en una reserva, en una enjuta y destartalada cabaña. Aquel lugar del cual procedía; la llamo comarca por darle algún nombre, estaba habitada por pastores en invierno. Se vaciaba en verano, porque aquellos pastores se deleitaban en las noches frescas durmiendo a la intemperie bajo el cielo estrellado, y las pobres estructuras de los refugios apenas soportaban la lluvia sobre sus rechinantes cimientos. La única familia de Francisco era un señor anciano de grises cataratas y de cristalinas caderas. Llevaba a cabo su rutinario camino tan afianzado en sus pies que aun carente de sentidos, embotados por la enfermedad, acostumbraba a recorrer sin problemas. Un día de invierno, Francisco dormía cuando la nieve de la techumbre lloró sobre su rostro. Del frío, pegó un salto y abandonó el camastro con presteza. La oscuridad hendía la estancia y solo un débil candil resplandecía haciendo brillar el farol en el que se guarnecía. Francisco lo mira y se sumerge en su microscópica calidez.

Súbitamente, un aullido continuado por un carrasposo grito como arrancado del alma retumban y con el pijama de lana y esparto todavía puesto, Francisco alcanza la puerta. Inmediatamente dirige su visión hacia el viejo pozo; en el recorrido de su mirada hacia éste: se diluyen unas formas emboinadas que asoman de las pertrechas edificaciones que sin embargo le son de minimísima importancia en comparación a la escena que se interpreta frente a él.

Un gran lobo negro de tamaño ampliamente anormal en comparación al resto de cánidos de la foresta, adornaba con el cuello del abuelo de Francisco entre sus mandíbulas, mientras con nerviosismo rasgaba sus hombros y espalda. Mientras, como una vaca herida, aquel señor mugía de dolor dando a entender como sus pulmones se quedaban sin fuelle. Esto era evidente en sus débiles brazos, que con la derecha empujaban en orden superior ascendente las fauces del lobo (aun sin el saberlo, acelerando su asfixia) y con la izquierda golpeaba repetidamente con el cubo del pozo la cabeza del animal.

-¡Que viene el lobo!- Gritó uno de los pastores alojados. Y Francisco, inmóvil en la puerta, solo consiguió reaccionar cuando el disparo del rifle de uno de los pastores atravesaba como un rayo el atronador barullo entre los gruñidos del lobo y los lamentos de su abuelo. -¡Fuera de aquí cabrón!- Gritó uno de los pastores- ¡Venga coge el rifle!- Propinó otro disparo, y esta vez un aullido de dolor les devolvió la bestia; que alcanzada, soltó la pieza para quejarse. Con unos terroríficos ojos amarillo miel recorrió el espacio donde se disponían Francisco y el pastor que apuraba el siguiente disparo con la premura de un profesional. El pelaje del hocico, tan negro entre la blancura; acertaba una roja tonalidad salpicada que se mostraba especialmente llamativa en los colmillos e incisivos de la bestia; que continuaba emitiendo rugidos desde su infernal cavidad entreabierta. -¡Venga chico, coge al abuelo!- Francisco miró al gigantesco lobo que bañaba sus largas y anchas patas en un bermellón charco de sangre. Un tercer estruendo relampagueó y el lobo espiró un nuevo quejido; este de aturullante dolor. El difonismo, quizá por su taponada boca que cercaba el cráneo del anciano como un cepo, dio a entender a los pastores que el debilitado animal estaba a punto de rendirse y caer desplomado. -¡Diablos!- El pastor que había entrado como una exhalación a por su rifle patinó unos segundos en el hielo del umbral y cayendo prácticamente en escorzo, se apoyó sobre la culata del rifle a su vez que el hostigante pastor redirigía su mirada hacia él. El lobo no perdió un instante y con renovadas fuerzas arrancó a correr hacia la arboleda con el anciano arrastrando en su boca. -¡La madre que me parió!- El pastor se llevó las manos a la cabeza mientras sujetaba el fusil con el cañón apuntando hacia el cielo, pero no obstante tras unos segundos se lanzó en persecución de lo bestia  siguiendo el reguero de sangre que ésta iba pintando en la nieve. El segundo pastor tardó en seguir a su compañero lo que incorporarse, y Francisco, con las manos vacías corrió tras ellos. La nieve se extendía entre los nudosos troncos marrones como un mar de nubes.  Francisco trataba de mantenerse orientado y de seguir la pista de los perseguidores, aunque no tardó en dirigir su atención completa a la chaqueta de pana que se perdía en la lontananza perdiendo así la noción de donde se encontraba. Sus adrenalizadas piernas luchaban por no perder el ritmo. Otro disparo espantó a los pájaros que marchaban graznando despavoridos en sentido opuesto a Francisco. Distraído tropezó y cayó de bruces. Aún se tropezó una vez más hasta lograr reanudar la carrera; aunque para aquel entonces los pastores se habían perdido en la nivia espesura. Miraba a todos lados, desorientado y jadeante; sin embargo no vislumbraba atisbo alguno del sendero de regreso, o de por donde podrían haber ido los pastores.

El cielo amoratado se entintaba de un naranja de forma progresiva, atenazado por los rayos del sol naciente; éste aportaba una nimia luminosidad al bosque tenebroso. Un portentoso aullido quiebra la inmanente calma y un nuevo disparo le sigue casi al segundo. Calma de nuevo; y otro disparo. Silencio.

Dubitativo, Francisco sigue el rastro del ruido residual perpetuado en el eco de los troncos. Y aunque comienza decidido y galopante; paulatinamente cede el paso ante los escasos árboles. Éstos poco a poco dejan ver un claro. El claro concluía en un socavón natural que dispondría las paredes barrancosas que lo rodeaban de montañas, y a sí mismo de valle. Habiéndose aproximado al límite, hizo uso de unos zarzales y apoyándose vislumbró la zona buscando a su abuelo, a los pastores o aquel gran lobo negro.

En el socavón se discernía una cavidad que habría de extenderse en la tierra como una madriguera, y en la entrada, un fusil como el de los pastores sobre un charco de sangre que conducía al interior de la madriguera.

El sobresalto de Francisco fue mayor, y por poco le hace caer en el socavón, cuando con la mirada y los sentidos atentos en el más mínimo ruido o forma; unas manos que cubrieron su boca le interrumpieron. Giró su cabeza solo para encontrarse con los ojos del pastor que había iniciado la persecución. Mandó callar a Francisco, y solo cuando estaba cerciorado de que no emitiría un sonido le soltó: -¡Calla, calla!- Decía susurrando. -¡Estaba persiguiendo al lobo cuando lo vi meterse ahí!- Continuaba mientras me señalaba, agazapados los dos, la obertura. –Cuando me acerqué vi que dentro había un montón, niño.- Francisco escuchaba atento. –Yo lo siento por tu abuelo pero tenemos que irnos de aquí… ¿Y dónde está mi compañero? Escuche un par de disparos y por eso volví aquí.- El joven lo miró y dijo: -Lo perdí, iba muy rápido…- El rostro de aquel pastor se tornó blanco y se quedó mirando la entrada fijamente. –No me jodas...- ¿Qué pasa?- Cuando los vi a todos en tropel me di tal susto que dejé caer el fusil y eché a correr. Y aunque os busque para avisaros, no os encontré.- Calló y después siguió- Si resulta que vio el fusil… Virgen santísima…- Señaló a Francisco la sangre y continuó con voz temblorosa- Esa es la sangre de Venancio…- El hombre ceñía el labio y las cejas en una expresión de indolencia confusa.- Niño, tenemos que subir al pueblo, vámonos de aquí.- Tuvieron que pasar horas porque el albor de la mañana aproximaba y dilucidaba unos principios de sombras. -¿Pero y si está vivo?- Preguntó Francisco. El pastor me miró y reafirmando mi pregunta con su expresión dirigió sus ojos de nuevo al lupanar. -¿Sabes volver al pueblo? No está cerca, pero si sales ahora llegarás al sendero antes de mediodía. –Pero desde aquí no se llegar- Vale… Pues espera aquí y cállate niño- El pastor se arrastró desde el zarzal colocarse en el terraplén encima de la obertura, y con mucho cuidado fue bajando la cabeza hacia la madriguera sujetándose a las raíces y briznas de hierba del borde del socavón. Las piernas del valiente hombre temblaban de una forma obscena en un orden incontrolable, solo salvadas por sus pies enterrados en la nieve. Ya asomaba parte del tren superior, cuando aquella boina que parecía sellada con cemento a la coronilla del pastor cayó súbitamente al suelo blanco del socavón. Francisco lo vio hacer un ademán de disconformidad, ya que el hombre levantó la mirada un instante. Estirando su cuerpo un palmo más, casi alcanzaba la boina con su brazo quasidescuajaringándose cuando de la negrura del orificio un lobo negro se abalanzó sobre su cabeza como un perro haría con una pelota de tenis. El pastor quedó en el suelo a merced de la criatura, que bajo las primeras luces del amanecer se discernía incluso más grande incluso que antes. Como si de un trapo se tratase, zarandeó el cuerpo del pastor que desesperadamente trataba de encontrar un punto de apoyo. En una de estas, golpeó el fusil del suelo, que fue a parar unos metros más cerca del zarzal donde permanecía oculto Francisco. El pastor declamaba dolorosos alaridos y el lobo rugía ferozmente tratando de arrancar la cabeza de su cuerpo.

En un impulso temerario, el joven Francisco saltó al socavón y se apresuró a recoger el fusil. El lobo inmerso en su cacería no reparó en su presencia, y Francisco apuntó a la bestia.

Al no tener idea de cómo usarlo, fue capaz únicamente de efectuar un solo disparo sobre la cabeza del lobo; y aunque con el retroceso se fracturó el hombro; este golpe fue certero.

Cuando el lobo cayó al suelo desplomado, se pudo advertir en él un total de tres disparos y solo uno en la cabeza pudo tumbarlo.

Su tamaño superaba por mucho el de un lobo común; y sus ojos color dorado refulgieron por última vez antes de perderse en el firmamento. -¡Amigo, amigo!- Cuando sacó la cabeza del pastor de las fauces del animal, tuvo que desencajarlo de sus dientes; que habían perforado profundamente su cráneo. Y si bien al principio creía que estaría mal herido, no tardó en darse cuenta de que estaba muerto. Fue entonces cuando tuvo una vista perfecta del interior del lupanar. Una docena de ojos verdes resplandecientes posaban su vista en Francisco ahora mismo. En el suelo de la madriguera yacía el pastor de chaqueta de pana que perseguía junto a su fusil y un cuerpo vestido como el de su abuelo pero carente de cabeza y destripado desde el costado.

La adrenalina lo llevó a intentar saltar al lugar desde el que había caído el pastor; cual fue su sorpresa cuando el hombro le falló y quedó en el suelo de espaldas resentido por el dolor. Un lobo gris de menor tamaño se acercó tranquilamente desde la sombra hasta el cadáver de la bestia y la olisqueó, mirando fijamente a Francisco acto seguido. Francisco atónito le devolvió la mirada, intentado encontrar alguna clase de lenguaje con el que suplicar clemencia. Tan quieto estaba, que se entrecortada respiración se detuvo unos instantes que le parecieron eternos.

El lobo le miró y comenzó a erizarse musitando unos profundos gruñidos. Sin embargo, aunque sea fue su primera percepción, no le miraba a él. Tan gráciles eran estos animales, que Francisco no había reparado en como poco a poco había sido rodeado por tres lobos blancos y grises que sin emitir un sonido le circundaban y acechaban esperando su más mínimo intento de escapar para abalanzarse sobre él. Volvió a mirar al lobo gris que se hallaba junto al cadáver de la bestia, y sin un ápice de duda, lo vio lanzarse contra los tres lobos que le rodeaban. Lanzando poderosas dentelladas arrancó la oreja de uno mientras el segundo se le lanzó al cuello. Pero el tercero parecía querer evitar el conflicto y se escabulló tras Francisco.

Él, quien tan pronto como los lobos se había lanzado al ataque se reincorporó del todo y trataba de subir un terraplén; sintió una poderosa fuerza que trituraba su tobillo, lo rasgaba y lo inmovilizaba. Era uno de esos lobos, que no pretendía dejarle marchar. Con un pie en la boca del can pateaba con el otro la cara del animal salvaje, pero éste estaba decidido a llevarse a Francisco con él. El chico sollozaba y gritaba aterrado mientras golpeaba una y otra las fauces del animal; que iban ganándole terreno sobre su pierna. Con todas sus fuerzas se sujetó con una sola mano de una raíz que sobresalía de la nieve y continuaba forcejeando cuando una fila de dientes blancos, como estalactitas de puntiagudas, montados sobre una base negra atrapó de un bocado el cuello de aquel lobo, haciéndole abrir la boca y liberando a Francisco. Con un respingo, al momento, continuó su ascensión; y aunque se tropezó se levantó con las manos de golpe desde el suelo echando a correr a una velocidad prodigiosa. Sin mirar atrás, escuchó un aullido y una batería de voces guturales le siguieron repitiendo aquel lóbrego sonido. Pero Francisco no se detuvo a pesar de la incipiente curiosidad que le sobresaltaba. Sujetándose el codo, corrió y corrió hasta que horas más tarde encontró el sendero y pudo volver al pueblo. Allí entró a un bar y le contó lo sucedido a la mujer de la barra; que iba abriendo sus ojos hasta que tuvo que empezar a abrir su boca. La mujer comenzó a llorar y fue sabido por Francisco que aquel pastor boinero y valiente era su marido. La mujer, que quedo en su desconsuelo, le sirvió comida y agua y entro a la cocina del bar. Trataba de ocultar sus lamentos, que aún así, seguían siendo perceptibles en el silencio sepulcral del bar. Un hombre que comía en la barra, se acercó a Francisco: -Oye, chico, no he podido evitar escuchar lo que le has dicho a la señora ¿De verdad es eso cierto?- ¿Es que no me ve?- Replicó Francisco. –Discúlpame, porque aunque no serías el primer hombre magullado y harapiento que han visto estos viejos ojos, si serías el primero en sobrevivir a una manada de lobos. –Francisco se hirió de tales palabras y siguió comiendo tratando de dar a entender a aquel hombre su negativa a la conversación. –Es que sencillamente es sorprendente; en serio. Trato de comprender como cualquier persona podría haber evadido lo que narraste, y no se me ocurre… Realmente debes tener algo de especial. -¿A qué te refieres?- El hombre se aclaró la garganta y continuó- Dicen que el lobo es amigo del hombre. Dicen que hay hombres que se manejan mejor con las bestias cuadrúpedas que con las que portan rostros humanos. Aquellos encantadores de serpientes y domadores de orcas son uno entre diez mil ¡Son sumamente particulares! Que no daría yo por hacerme con un empleado de tan singulares atributos para mi circo. Aquel tan especial como para hacer ese trabajo sería recompensado con creces ¡Con creces; te lo digo yo! Viviría mejor que yo, y mira que soy el jefe de pista.- El joven temblaba de la excitación.- ¿Jefe usted? ¿De qué?- Pregunto Francisco malhumorado.- De un circo, señor, evidentemente ¿No puede deducir de mi prosaica y portentosa dialéctica que aquel mi oficio trata de ensalzar enseres mucho más excepcionales que yo? ¡Oh, amigo, realmente debería de venir conmigo y conocer al resto de miembros de la compañía!- ¿Y qué diablos hace en este pueblo perdido de la mano de Dios?- El hombre tragó hasta la última gota de su copa y continuó.- Estoy recorriendo España, bueno; la península en realidad, en calidad de trotamundos. ¡De cazatalentos incluso! ¿No le digo que de todos los oficios el de domador es el más singular? Ardía en deseos de localizar a tan prestigiosa personalidad. Que hayas sobrevivido a unos acontecimientos tan catastróficos como los que explicaste a esa mujer, en mi opinión, no serían sino un indicio de una sorprendente afinidad con los animales salvajes. No es baladí no solo que tu vida haya sido salvada por tan noble animal, sino el hecho de que ninguno de ellos te persiguiera y perdonaran así tu vida. ¿No lo entiendes? No deberías haber salido vivo de ese bosque, y sin embargo ¡Hete aquí! En mi experiencia, este es un indicativo de talento y buena fortuna. Acéptalo o niégalo; pero es indiscutible que hay gente que nace para llevar a cabo unas tareas específicas; designadas para ellos desde el día en que nacieron.- El viejo concluyó su perorata y asomaba su sonrisa burlona mientras miraba a Francisco con aire triunfal. Francisco, evidentemente, había caído en sus redes. -¿De verdad? ¿Tan difícil es?- El jefe se río y prosiguió- ¿Un Hércules que haga del león de Nemea una de las ratas que persiguen al flautista alemán? ¿Un valiente Tyr que ofrezca su mano para encadenar al lobo profético? ¿Tú que crees, hijo, no crees que sería alguien realmente especial?- Fue entonces que mientras un injertado impulso vocacional escalaba la espalda de Francisco; que había desviado la mirada y volvió a mirar al hombre. Este lo observaba fijamente.- Quizá deberías probar; en mi opinión, deberías intentarlo. (30 años después)

Educado por el jefe del circo se vuelve un culto orador engreído convencido de su talento inmanente y natural de domar a las bestias. Un grupo de espectadores por determinar  le odia tanto que planean su asesinato por medio de su león Gabriel; quizá con púas de cactus o alfileres (con algo con lo que Francisco no vaya a darse cuenta) que finalmente devorará a su domador.

Un pomposo espejo rodeado de bombillas amarillas adornaba con la cara enjuta pero entrada en carnes de Francisco. Mientras terminaba de atusarse los pelos del pecho, perdió su mirada en los folículos del bigote; abiertos de par en par para colmar a la parte superior de su labio de un espesor negro pero ordenado. La cara, espolvoreada con marrones tiznes, pretendían datar al gallego de una apariencia exótica a modo de llamamiento; como verificando que allí de donde él procedía su oficio era el más común de todos ¿Cuál era este, preguntáis? La doma de animales salvajes. En específico, grandes felinos; y para terminar de ser exactos, leones. El pequeño camerino de Francisco, completo por la luz del espejo de una tonalidad blanca-amarillenta, contaba con aquel tocador, una cama, un cuarto de baño en condiciones horrísonas, una mini cocina con un fregadero con depósito y unos cuantos platos apilados sin ningún criterio; sin diferenciarse en estos los limpios y los sucios. Un potente sonido sobresaltó a nuestro protagonista que con una mano en el pecho suscitaba su angustia.

Margarita, el elefante, barritaba como de costumbre en su caravana monumental. Y Francisco, ahora más calmado se preguntaba cómo tras años de experiencia en esta compañía aún no se había acostumbrado al sonido del circo. Una risa nerviosa asaltó al joven que ahora más que nunca se apercibía como un hombre hecho y derecho. Su carácter taimado (o así se consideraba el) le impedía bromear sobre el asunto; por cómico que fuese, y sin más vacilación abandonó su meca (cuyo objetivo era demostrarse a sí mismo normalidad, asuntó en el que fracasó estrepitosamente) solo para continuar maquillando la punta de su nariz y pómulos. Cuando hubo concluido, se levantó y de la cama alcanzó a sacar una funda de plástico cerrada, que aún desprendía un cierto olor a tintorería. Abrió la bolsa y de esta sacó unos pantalones chinos negros acampanados con un estampado de estrellas blancas y borde azulado.

Yendo como iba, en ropa interior, se los ajustó hasta la cintura a la altura del ombligo y se miró en el espejo; primero de frente y luego de lado. Su mirar inquisitivo y caprichoso recriminaba al actor sus angostas hechuras; que poco a poco germinaban en grasientas volutas, como si se hubiera dispuesto un flotador de carne dentro de la piel justo encima de las nalgas. Sus ominosos pectorales se iban decantando en orondos pechos que, colmados de pelo, terminaban de darle esa silueta en forma de ese que tan desagradable le resultaba. Sin embargo Francisco no dejaba de ver al apuesto joven que una vez fue. De poderosas espaldas y esculpida figura. Repasaba, mientras se colocaba su chaleco negro con un león naranja, marrón, amarillo y blanco cosido a la espalda; cuales serían los pasos a seguir para recobrar su forma original. Unos centímetros menos en el tórax, una piel más tersa y ajustada a su voluminoso músculo subyacente. Quizá la cerveza y los alimentos ultraprocesados hubieran hecho presa de el. He de decir, que sus cuantiosas cajetillas de cigarrillos semanales no ayudaban mucho. Y ciertamente, llevaba sin ensayar la actuación un par de días.

En otra línea de pensamiento; dirige una nueva mirada a su hombro derecho, que se escabulle en el interior a causa de una lesión del pasado. Se mira a los ojos fijamente a través del espejo durante mucho tiempo, más de lo que podría considerarse ordinario. Aparta la mirada para buscar y extraer un nuevo cigarrillo de una de las cajetillas desparramadas por el tocador, encendiéndoselo con un cipo con la bandera de España. Absorbe el algodón con exuberante fuerza; solo para mirarse fijamente de nuevo acto seguido. Aguantando la bola de humo que colma sus pulmones se deja caer en la silla, y con un gesto de descompresión se relaja mientras sus labios exhalan tizne y colman la estancia.

el espectador

 

Y cuando por la luz del sol naciente vislumbre mis quemados ojos posando lo que quedaba de mirada en el firmamento, logré discernir una tenue pero inmensa oscuridad que me envolvía tras de mí, delante y en cualesquiera de los sitios que antes observaban mis cabizbajos parpados…  Entonces lo vi, una extensión sin principio ni final en la que me perdía como una coma en la biblia, como una gota en el mar, como un huevo en el nido. Nacía y moría una y otra vez mientras mi constreñido corazón estiraba sus extremidades como el comatoso que emprende su vida una vez más, ambos habiendo despertado de un largo sueño. ¿Y quién era yo para cuestionarla? ¿Y quién era yo para vivirla? Dios me esperaba en el pasillo, al final, aguardando mi llegada con mirada condescendiente pero amorosa. Como la de un padre, como la de un amigo. Y entonces comprendí que si Dios no existía, ¿Con quién habría estado hablando todo este tiempo?  ¿Se habrían perdido mis palabras, mis sonidos, pensamientos encerrados en simples códigos en la inmensidad? ¿En la oscuridad? Y quise pensar que no, y quise pensar que allí estaba yo. Abrazado con la oscuridad. Siendo uno con todo.

Hasta los rebuznos riman (IV-VI)

 

IV

 

Deja ya tus palmas gitano,

El peso del alma es liviano,

 

No son tus perlas cobalto plomizo,

Erizo ante el contacto,

No eras tú, destinado al espanto,

Que entre rizos cobrizos,

Vertió su llanto,

El divulgador silencioso, el otro manco de Lepanto

Callado suspira, embriagado,

La muerte aguarda en la furgoneta,

Sabe que un día habrá ida, y ese mismo día

No habrá vuelta.

 

Crece,

que entre llantos Ana Belén odiose por tus ojeras,

y en la oscuridad de la noche,

continúa tejiendo a tientas,

a ver si pasa la vida, esperando a si llegas.

 

La foto de tu juventud entre dos velas,

Decora un templo marfil tapiado,

Quien pudiera, quien pudiera,

Pobrecito mi gitano,

Sentado en la furgoneta,

Solito de la mano.

V

 

Este es el final,

Piernas rotas, gafas ciegas,

Ojeras en el cristal,

Llorar y rogar por tus fotos sucias,

Manchas antiguas, de antiguas denuncias

Y que soy, continúas

 

Soy lo que siempre he sido,

Las cosas que no he hecho nunca,

Todas las personas que se me han ido,

Todas de las que siento su aliento en la nuca,

Soy el grito del que renuncia,

El que anuncia su marcha al puerto,

El puñetazo en la disputa,

El taxista hasta el encuentro,

 

No soy ni más que más,

Ni soy más que menos,

Pues pese a no ser pobre,

Este cuerpo es lo que tengo

VI

 

Sueño que me pongo a escribir

Y saco una maqueta,

Con el cambio el movimiento,

En cambio disto de veletas,

 

No quiero que me mires, háblame despacio,

Te juro que yo soy feliz con compartir tu espacio,

Si ya se bien lo que soy,

Pero aun así no cambio,

Y quizá sea culpa, vuestra, o la mía o ambos,

Quizás no quieran mirarme mientras os despacho,

Me preguntan si estoy mustio y yo ni contesto

Atrapado en el final de un ciclo del que nunca salgo,

Estoy dejándome arrastrar mientras que protesto,

En este mundo amargo donde todo es basto,

Y yo un pobre homosexual mientras que no me acepto,

No me expliques tus mensajes claro que los capto,

Capta tu que que te amo no tiene contexto,

Una mente ilógica, barajo el rapto,

Marcho de casa cabizbajo solo con lo puesto,

Asustado,

De que me juzguen por mis actos,

Salen

De mi boca un millón de insectos.

 


El bufet

  El bufet Devoraba y devoraba sin cesar los acompañamientos incluidos en su menú bufet. Sin prisa pero sin pausa. Había perdido la cuen...