El bufet
Devoraba y devoraba sin cesar los acompañamientos incluidos en su menú bufet. Sin prisa pero sin pausa. Había perdido la cuenta de las rondas que llevaba, pero aun así, su estomago no estaba satisfecho. Aún no sentía ese ardor en la garganta, esa hinchazón en el estómago que le hacía saber que era suficiente. Cuando terminaba con los fritos de pollo, delicadamente agarraba la porción de pizza. Los primeros bocados rebosaban de sabor la boca de aquel hombre opulento, de gafas negras y redondas y más de 160 kilos de peso. Sus brazos no eran muy largos, en comparación a sus orondos muslos y a su descomunal barriga, y carecía de barba. Su pelo era escaso, parecía propio de un afeitado producido por una maquinilla trabada, sin embargo esto se debía a su incipiente calvicie.
El restaurante era un lugar más bien solitario. Era lo suficientemente amplio como para poder colocar varias mesas altas con taburetes a su alrededor alejadas las unas de las otras. Las luces del local eran de un color amarillo anaranjado, muy propio de las bombillas incandescentes, aunque probablemente su color era intencionado. En una barra central en forma de isla vaciada por el centro para la colocación de los electrodomésticos e instrumentos de cocina, se encontraban dos trabajadores con gorra que servían las pizzas y aperitivos del local.
Aquel gordo llevaba comiendo desde hacía ya horas, sin embargo su política, al igual que la del local, era la de comer hasta hartarse. Al principio había llegado al establecimiento con dos o tres amigos, que realmente no eran sus amigos. Eran personas que apreciaban al gordo por pena, y que sabían de su naturaleza voraz. Quizá para reírse de el, quizá, genuinamente, por un sentimiento de lástima; le acompañaron aquel día de nuevo en un nuevo episodio de frenesí devorador. Al principio, seguían el ritmo del gordo. Que como dije anteriormente, no comía en grandes cantidades, pero si durante un tiempo que cualquiera calificaría de insalubre. Pasadas unas dos horas, repletos sus estómagos, trataron de levantar al gordo entre bromas de su asiento para marcharse de aquel lugar. Sin embargo él no había terminado de comer, ni de lejos. Tras media hora de insistencia, dio igual que pudieran sentir por esta gran bola de carne de brazos hinchados y modales descorteses en la mesa. Empezaron a recriminar su forma agónica de comer. Sin descanso, sin apariencia de haber colmado su apetito. Su forma de comer no se podría describir sino agónica. Uno de sus compañeros se marchó al baño a vomitar, y culminado este episodio, dieron un ultimátum al gordo; que haciendo caso omiso de sus palabras se levantó una vez más a servirse una nueva ronda en la barra. Uno de ellos miraba impertérrito tan afanoso discurso, que sabía no serviría de nada, y sin mediar palabra se encendió un nuevo cigarro mientras los compañeros arrastraban sus sillas hacia atrás para salir disparados del local.
Pasaron unas seis horas, y el gordo regresaba a la mesa con una bandeja repleta de croquetas de queso y una nueva porción de pizza repleta de embutidos. Sergio, el único miembro del grupo que había permanecido, aplastaba su cigarro en uno de los ceniceros del local al tiempo que echaba un vistazo de reojo la mesa. El era la única persona de aquellas que, sin ser esto cierto, consideraba al gordo un amigo recíproco y que verdaderamente sentía pena por aquellos comportamientos compulsivos. Lo conocía del trabajo. El imbatible comensal por aquel entonces (dice Sergio) era un hombre mucho más delgado, con pelo, ambiciones, sueños y simpatía. Y por supuesto, sin esa obsesión abusiva con la comida. Mientras terminaba de pensar esto, el gordo se levantaba nuevamente en aquel local que había cambiado por completo. Su servicio 24 horas le había hecho vivir este escenario varias veces. Una luz amarilla tenue los cubría desde arriba como un flexo de estudio. Las mesas desiertas daban al establecimiento una apariencia fantasmagórica, con los dos cocineros como sus únicos acompañantes. La pésima iluminación, que los dejaba en penumbra, hacía a Sergio fijarse más que nunca en el gordo. Su manera de comer era exactamente igual que la que había demostrado al sentarse en aquella mesa a las cinco de la tarde. No demostraba cansancio, ni hartazgo. No, nada más lejos de la realidad. En el mismo orden terminaba sus aperitivos solo para una vez más comerse aquella porción ridículamente carnívora. Reparó en que aquel gordo hacia horas que no probaba una gota de ningún líquido, y en un gesto caritativo y por pura exasperación se levantó para rellenar su vaso de refresco. Se sintió contrariado.
Pasaron otras 6 horas, el reloj marcaba las cinco de la mañana y unos tantos minutos. Sergio, que tanteaba con los dedos el plástico de la cajetilla de tabaco por abrir, miraba somnoliento el cenicero de metal. Veintidós. Esas eran las veces en las que el gordo se había levantado para probar nuevo bocado. Veintidós malditas veces. Sergio se agarraba los pelos de la cabeza y trataba de no mirar a su acompañante. Sin levantar mucho la vista, ojeó el vaso de refresco que no había vuelto a llenar. Estaba repleto. No había dado ni un solo sorbo. Una mosca zumbaba moribunda en aquel vaso de refresco, atrapada en una concentración de azúcar que espesaba sus alas. Se oyó una silla. Era el gordo, que se había levantado a por un nuevo trozo de pizza y sus consiguientes acompañamientos. Los cocineros no eran los mismos, evidentemente los que les sirvieron por la tarde habían cambiado su turno por aquellos terminada su jornada. Una mano vacilante arranca el plástico de la cajetilla casi sin pestañear. Sergio se incrusta un último cigarro y prende fuego a una cuenta atrás de papel blanco. El gordo se sienta con una nueva porción y unos Nuggets de pollo, a lo que Sergio no puede evitar reparar en las cuantiosas manchas de tomate que recubren los labios de su acompañante, dándole la apariencia de un payaso. Mira el reloj. Se convence. Tras llevar durante toda su estancia en el local sin despegar los labios, trata de concienciar al gordo sobre la situación. El gordo le comenta sarcásticamente que llegará a pedirse el desayuno y Sergio propina una calada tajante al cigarro. No, esto no debe ser. Esto no es bueno para ti. El gordo no oye, no quiere oír. Sigue comiendo. Termina sus Nuggets. De verdad, para, vámonos de aquí. Te llevo a mi casa a dormir, se que estas solo, que no tienes casa. No tienes que castigarte. Sin levantar la mirada del plato muerde la pizza, sorprendentemente rápido se la termina y se queda quieto. Márchate de aquí, yo aun no me voy a ir, tengo hambre. No tienes porque quedarte si no quieres. Nadie te obliga. Sergio desliza su silla hacia atrás, se levanta, y apaga la colilla. Se guarda las manos en los bolsillos y sin mediar palabra se marcha del local. Sin poder evitarlo, echa un último vistazo a través de la puerta trasparente, y ve al gordo, que está pidiendo una vez más para sorpresa del cocinero.
Rubén se sonríe con su tío mientras le cuenta aquel sueño, que no puede evitar reír de vuelta mientras continúa con la labor. La edificación que les rodeaba eran tres paredes grisáceas con espejos y que todavía está en construcción, en medio del polígono. A sus alrededores solo carretera y unos cuantas naves que se veían a lo lejos. Rubén desatendiendo su labor, pensaba con todas sus fuerzas en aquel sueño que trataba de retener en la memoria. No era la primera vez que olvidaba una gran historia que había sido provista por la mano de la inspiración en sueños. Su tío percibe que no esta colaborando y le regaña para que vuelva al trabajo. Sin embargo, Rubén, debe encontrar una manera de guardar aquella información. El frío que siente en sus brazos le da una idea. Entra en la estructura y se fija en los espejos empañados por la condensación. Y sin mediar palabra, comienza a dibujar un pequeño esquema con todos los elementos de su sueño, tratando de no perder ni un detalle importante y observando que alguno de ellos ya le resultaban desconocidos; como si ya hubieran emprendido su camino fuera de la memoria. Tras esto, soluciona el nuevo problema cogiendo el móvil y fotografiando el espejo, enfocando desde diferentes ángulos para recoger las escrituras del espejo en su totalidad. Su tío, que ha levantado la vista un segundo para ver si su reprimenda ha puesto a Rubén a trabajar, sarcásticamente le indica que así no se va a acordar. Después de decirle esto, empieza a reír pensando en el estúpido de su sobrino.
El gordo se levanta de su caja de cartón, y comprueba la lata vacía. Entre céntimos y monedas de euro, reúne unos diez euros. Con la camisa se restriega los labios quitándose las manchas de tomate seco. Algunas de ellas están tan duramente incrustadas, que las pellizca para quitarlas sintiendo unas leves punzadas de dolor por los escasos pelos de bigote que se arranca en el proceso. Con un agudo dolor de espalda se levanta poco a poco, mareándose, pero consiguiendo erguirse al final. Emprende camino al bufet una vez más. Serían las 2 de la mañana, tampoco le importaba. Lentamente recorría la acera vacía de la avenida que llevaba hasta su sancta sanctorum. Hasta que se hizo el horror. Las luces apagadas no fueron el indicativo del declive. Fue la puerta que no se abría, pese a sus inmensos empujones, lo que le hizo saber que aquella noche el bufet estaba cerrado.
Paseaba tranquilamente por el arcén del quitamiedos por aquella carretera, total, Rubén sabía que no habían coches por allí a esas horas. Golpeaba una piedra mientras pensaba en aquel sueño y caminaba bajo la luz de la luna con un frío un poco mas taimado. Las naves industriales se repartían alejadas unas de otras en la lontananza, y el aire soplaba entre los orificios de los ladrillos y los guijarros del camino, rebosando el viento de dulces silbidos. Estaba ensimismado en aquel ambiente cuando de pronto le sorprendió el espectáculo que se sucedía en una nave iluminada, no muy lejos de el. Un hombre oblongo, de pelo escaso y de andares patizambos se acercaba desde la oscuridad del terreno baldío, de entre los matorrales. Con sus brazos cortos acompañaba sus torpes pasos de tonel viviente en dirección a la puerta de la nave. Era una nave de distribución de una famosa marca de pipas y aperitivos, y pudo distinguirlo Rubén en el camión aparcado en la puerta de la nave, en el que no había reparado anteriormente. Ahora que se fijaba, dos hombres descargaban cajas mientras aquel gordo se acercaba a trompicones a la puerta, hasta quedar descubierto bajo la luz de una farola. El gordo comenzó a pedirles pipas. Pero no las pedía, realmente, las exigía. Las exigía como el que desesperadamente busca agua en un desierto tras andar días perdido. No era su día de suerte. Ven gordito, nos lo vamos a pasar muy bien tu y yo. Rubén tardo en comprender las palabras de aquel hombre en su totalidad hasta que se fijo en como se tocaba obscenamente la polla sin llegar a meterse la mano en los pantalones. Quizá si lo hubiera sabido no se estaría acercando a la escena cada vez más. El hombre dejo de manejar su pantalón y comenzó a correr hacia el gordo, que soltó un bramido de terror absoluto y comenzó a correr grotescamente. El hombre no apuraba el paso, parecía disfrutar de la persecución antes de hacerse con el culo de aquel gordo, que sabía que sería suyo tarde o temprano. La cara del gordo advertía una tonalidad blanca recién adquirida y un gesto de miedo absoluto. No dejaba de gritar. No dejaba de correr. Rubén tampoco podía dejar de dar paso tras paso y se acercaba cada vez más a la nave. El gordo de repente desapareció tras un par de contenedores, y su perseguidor por alguna razón comenzó a correr en su dirección. Hubo un sonido metálico y hueco, y tras esto, un silencio. Todo permaneció en silencio. Silencio. Rubén, con la misma facilidad que había apresurado el paso, se detuvo, tratando de camuflarse entre la noche, y haciéndose consciente del inminente peligro que corría allí. Ahora que echaba la vista atrás, veía como había bajado casi sin darse cuenta aquel terraplén que separaba la explanada de la nave y el arcén del quitamiedos. A su derecha se hallaba el camino de regreso arriba, y andando con normalidad trato de disimular y marcharse de aquel lugar. Una oronda forma asomaba exhausta tras los contenedores con una barra de hierro. Rubén se fijo en su cara sudada y fatigada, y en el cuerpo tirado a los pies del gordo. Una farola iluminaba al gordo, otra a Rubén. Se fijo en sus gafas, su calvicie, su cuerpo. Como no había reparado en aquello antes. Quizá lo había hecho, pero se había jurado a sí mismo que aquello era imposible. Quizá por ello no podía dejar de acercarse a aquella escena. Quizá por ello los iluminaban aquellas farolas. El gordo, asustado se fijó en Rubén a su vez. El gordo de su sueño. El gordo del bufet. Sabiendo lo que debía hacer, el gordo hizo acopio de sus últimas fuerzas y se lanzó al ataque contra Rubén, gritando como un poseso, agitando violentamente sus brazos mientras se tambaleaba hacia su víctima. Rubén comenzó a correr, casi de inmediato, entendió que iba a morir. El gordo jadeaba, sus rodillas flaqueaban, pero sus alaridos; pronunciados entre respiraciones entrecortadas, se iban reproduciendo más altos. Helaba la sangre. Con un súbito instinto de supervivencia, Rubén comenzó a correr en espiral, y al ver que el gordo le perseguía como perdido el raciocinio y al borde de la hipoxia, decidió seguir hasta cansarle. Las rodillas del gordo flaqueaban. O eso pensaba Rubén, que empezó a subir el camino raudo sin reparar en si aquel gordo dejó de gritar, o si se alejó de el. Llevaba un rato caminando por aquella senda en la que había acabado, diferente a la carretera de la que venía paseando, cuando una silueta se dibujaba en la oscuridad en dirección hacia el. Sinceramente, tembló, pero creyendo que podría darle esquinazo otra vez no receló en seguir caminando. Esta figura se iba aclarando, y tras estas surgían otras más. Aquel sendero era estrecho y se pronunciaba del relieve que lo rodeaba. En el lado izquierdo caminaba Rubén, mientras en la derecha personas tras otras seguían a las siguientes marchando en dirección opuesta. Hacia la nave.
Quino terminaba de escribir este texto en el bloc de notas del móvil, tratando de no olvidar aquel sueño; que ya se marchaba furtivamente de su memoria. Se esforzaba por retener la mayor cantidad de información, y aun así, notaba como ciertos detalles se escapaban. Se resignó a que así es como funciona la mano de la inspiración, que te bendice por tu tiempo limitado. Y se prometió escribir sus sueños nada mas despertar, para no volver a perder un detalle. Tuvo que dejarlo, porque atravesaba el arcén del quitamiedos de una carretera de camino a su trabajo en el polígono.